Bernardino Rivadavia acosado

 

Nunca me resultó simpático Rivadavia, y siempre descreí

del panegírico que algunos hombres de izquierda le rinden por

el solo hecho de haberse plantado frente al clero (algo similar a lo que ocurre con Sarmiento). Tampoco creo en la

objetividad de Vicente Fidel López, ni mucho menos en la confiabilidad

de sus opiniones históricas.

Aún así, creo que el fragmento que sigue es un documento de altísimo valor. Los López fueron testigos de los hechos,

y aunque más no fuese sólo por eso, resulta válido escucharlos. Como podrá apreciarse en el texto, las cuestiones de

la política siguieron por idénticos carriles y los apellidos vinieron repitiéndose casi  hasta el aburrimiento. También

–curiosamente-  las fechas y lugares de detención. Sólo me permito señalar al lector desprevenido que Rosas y

Manuel Oribe llevaron a cabo conversaciones asiduas tendientes a devolver la República Oriental a las Provincias

Unidas; intenciones que culminaron en el fracaso, claro,

desbaratadas tanto por la tutela que Inglaterra continuó desplegando sobre las políticas argentina y uruguaya,

como por las violaciones

del Brasil a la soberanía de nuestro país.

Al final ofrezco un segundo y breve pasaje que pretende revelar

el destino del famoso sillón de Rivadavia.

 

¨Quizá no sea más que en este esbozo biográfico sigamos a don Bernardino Rivadavia con algunos rasgos breves y bastante interesantes de su vida privada hasta que consumido por la melancolía y por la inacción, resolvió ir a morir a Cádiz, prorrumpiendo en amargas (aunque injustas) quejas contra la patria en cuyo servicio había encontrado sólo ingratitudes y desengaños, sin reflexionar que así les pasaba a todos sus contemporáneos; y que éstos y esa pobra patria padeciera entonces mayores tormentos y más crudas desgracias que las suyas. Al descender a la vida privada, don Bernardino se retiró a una espaciosa quinta que había heredado de sus padres. El fundo consistía en un terreno amplio, aunque irregular por sus linderos, de una extensión de diez mil metros cuadrados, poco más o menos, sito en la parroquia de la Concepción, entre las calles actuales de Santiago del Estero y Lorea por un lado, y de Europa y Comercio por el otro. La casa era vieja, muy sombría, pero solariega, y la quinta abundantemente plantada de árboles corpulentos: nogales, olivos, robles, ombúes, y el todo de una verdadera lobreguez y silencio, a la que concurría el lugar agreste y solitario del distrito en que, por decirlo así, estaba recogida. Profundamente apenado de la situación en que había entrado el país en 1829, resolvió dejar su viejo hogar y partir para Europa. En abril de 1834 aparece en Buenos Aires, toma un carruaje y se acoge a su quinta. Era precisamente el momento en que el segundo gobierno del general Viamonte y los señores Guido y García (sus ministros) luchaban por contener las demasías bárbaras de la mazorca, y por hacer durar cuanto pudieran un orden culto contra el déspota que dese su guarida cercana reclamaba ya sin ningún disimulo la omnipotencia del poder, y cuando grupos de forajidos autorizados por el feroz caudillo de quien dependían, asesinaban por las calles en las primeras horas de la noche. Al otro día entra el general Guido agitadísimo en cada del gobernador, y le dice que un hombre importante de la amistad de Rosas, le ha comunicado que los mazorqueros tenían orden de asesinar a Rivadavia esa misma noche. El gobernador Viamonte exige datos; Guido ha dado su palabra de no revelar nombres, pero al fin, bajo reserva de honor, declara que el general Pinedo, profundamente conmovido, es quien le ha dado el aviso. El señor Viamonte resuelve en el acto mandar una guardia; Guido encuentra muy escabrosos la ejecución y los resultados de esa medida. Se manda llamar al señor García, ministro de Gobierno (del Interior) y éste, con la rapidez genial de su talento, desaprueba la resolución del gobernador y dice que no hay más remedio que desconcertar a los asesinos, mandando al general L Mansilla, jefe de policía, con una orden rajante de ir a la quinta de Rivadavia en carruaje, y por orden del gobierno poner preso a Rivadavia y embarcarlo en el acto. Por de contado que el general Mansilla estaba impuesto de lo que se deseaba y que procedió a su vez con una rapidez que dejó burladas las iras de los que querían cebarse en el ilustre patriota.

Inmediatamente después de haberlo puesto a bordo de un buque inglés, el gobierno dio cuenta a la Legislatura de que había expulsado a don Bernardino Rivadavia, pidiéndole su aprobación: aprobación que se le concedió por la ley del 17 de octubre de ese año (Registro Oficial, página 118). Salvado el señor Rivadavia como por ensalmo, los asesinos no tuvieron tiempo de dar el golpe, ni conveniente en delatarse mostrándose inútilmente despechados. Pero esa misma noche se presentaron al frente de la casa del señor García y descargaron sus armas de fuego sobre las ventanas, matando al joven Esteban Badlan, que por acaso pasaba por allí.

Estos datos me fueron dados en Montevideo (1854) por el general Guido, por don Pedro de Ángelis y por el general L Mansilla (padre). Los tengo por exactos, porque concuerdan perfectamente con el carácter de los actores, con su situación personal y con la de Buenos Aires en aquellos aciagos momentos.

A lo que parece, corroborado después por hechos posteriores, al venir a Buenos Aires el señor Rivadavia traía en preparación un valiosísimo proyecto de explotaciones rurales y agrícolas sobre los extensos territorios del Arroyo de Vequeló, situados en la República Oriental sobre el Río Negro y pertenecientes a don Julián Gregorio de Espinosa y al caudillo Fructuoso Rivera, su íntimo amigo y compadre. El señor Rivadavia había venido, pues, a Buenos Aires, para procurarse recursos con ese objeto, movilizando algunos inmuebles y otros valores de que podía disponer; y es más que probable que esta misma fuese la causa del atentado que Rosas había estado a punto de cometer por medio de los feroces sicarios que había agrupado bajo su mano con el título de la Asociación de la Mazorca, cuyo sentido simbólico se ocultaba en el equívoco Más-Horca. Autorízase esta presunción por el antagonismo violento y de guerra mortal que ya se había pronunciado entre Rivera, presidente uruguayo, más o menos legal, y el jefe omnipotente del Estado argentino.

Ni es el caso, ni se necesita entrar en detalles, de cómo fue que el señor Rivadavia pudo llevar adelante la nueva negociación. Habíase asociado en Europa con el coronel J Mahe, antiguo y acreditado jefe de caballería de los ejércitos de Napoleón. El señor Mahe era un perfecto caballero, de carácter entero, elevado y de una honradez verdaderamente hidalga. Parece que por las propiedades solariegas que su familia tenía por el Loira y en el departamento de Lyón gozaba de gran ascendiente entre las poblaciones agrícolas de la región; a lo que se juntaba una especial atracción que su carácter patriarcal y su fama militar le habían granjeado entre multitud de soldados y oficiales del antiguo ejército francés, que animados por las perspectivas del país y por la vasta explotación proyectada, formaron compromisos serios de acompañar a Mahe y al señor Rivadavia *.

El hecho es que se arregló un contrato con los propietarios de Vequeló; que se emplearon fondos de alguna consideración en organizar los trabajos sobre el terreno; y que el mismo señor Rivadavia había trasladado su domicilio a la ciudad de Mercedes sobre el Río Negro, cuando un buen día se le presentó una partida de  policía y un comisario con orden del nuevo Presidente don Manuel Oribe para prenderlo y conducirlo a Montevideo. Pocos meses después se levantó Rivera contra Oribe, y se produjo en todo el país la guerra civil más desenfrenada y cruel de que se pueda tener idea. Cayó Oribe, triunfó Rivera, y Rosas invadió el Estado Oriental, sucesos de que daremos noticia a su tiempo; pues ahora los relatamos en somera referencia por lo que respecta sólo al señor Rivadavia, a quien Oribe, antes de caer, expulsó a las costas del Brasil. Como era consiguiente, Mahe y la empresa quedaron arruinados, sin salvar otra cosa que ciertos derechos que como ciudadano francés siguió gestionando hasta su muerte contra el gobierno oriental, y que según entiendo realizó con ventajas su médico y amigo el doctor Leonard.

No me es dado dar dato ninguno sobre la situación personal del señor Rivadavia: debió ser muy estrecha por la pobreza en que quedaron sus hijos. Pero su espíritu no había decaído; conservaba una cierta y noble altivez con que mantenía, en grave y decorosa reserva, su situación; asistía todos las tardes a la tertulia que se ofrecía en la casa del doctor Agüero, mentada por el exquisito café con que obsequiaba a sus amigos. Visitaba cada noche a la dignísima matrona doña Encarnación N de Varela, a cuyo alrededor acudían todos sus hijos y sus hijas, una de las cuales (Natalia) sorprendió algunos años después a Sarmiento por la vivacidad y por el colorido esmaltado de su conversación. En esos centro de sociedad, a los que nunca faltaba tampoco el taciturno don Julián S de Agüero, puede decirse que Rivadavia pontificaba. Sus noticias y sus conclusiones eran perfectamente acogidas, interesantes  y ennoblecidas siempre con rasgos francos, amenos y de un decoro exquisito. Iniciaba, pero jamás disputaba, usando siempre de una jerárquica tolerancia que se imponía sin ocasionar rebeldías o protestas. Todo lo de su tiempo, ya de Europa, ya de América, hasta las famosas contiendas de clásicos y románticos, lo dilucidaba con igual temple, haciendo valer los hechos, las reputaciones establecidas o aceptadas por el público, y desentendiéndose de las pasiones o de las animosidades que acompañaban la controversia. Se dirá lo que se quiera (decía) de Byron, pero el público le compró 20.000 ejemplares de Childharold en cuatro horas; se dirá lo que se quiera de Víctor Hugo comparado con Corneille y con Racine; pero es maestro, y cuenta con admiradores competentes por millares y con discípulos ardientes e ilustres por centenas **.

Pero por otro lado, el lúgubre estado del país y el cúmulo de horrores y desgracias que hacían desesperar a aquellos hombres, ya viejos, de ver resurgir sus esperanzas de mejor vida política y privada, desgarraban su corazón;  y fatigado ya de sufrir y de sentir de cerca el peso de tanta decadencia, el señor Rivadavia resolvió irse a Cádiz dispuesto a no volver más al suelo de la patria. Creemos que su pobreza era tanta que un amigo compasivo tuvo que recogerlo a su hogar rodeándolo de esmeradas atenciones. Allí tradujo la Historia Natural de Azara, y le puso un prefacio, escrito a su manera, en el que exhaló las quejas que dilaceraban su espíritu. En medio de todo, tanto en la vida pública como en la vida privada, don Bernardino Rivadavia tenía un alma inocente e inmaculada como la de un niño; al mismo tiempo que por la austeridad, por la soberbia y por la energía, tenía el temple de un magistrado, inebranlable, como tenía por costumbre decirlo, en vez de inquebrantable¨.

En Historia de la República Argentina, 2da edición, tomo X, págs 227/ 231, nota (22). Buenos Aires, 1926.

Hoy se recuerda habitualmente a Bernardino Rivadavia, por su bendito sillón, primer apoyo natural de su presidencia. Como si fuera el mismo donde después se sentaron Roque Sáenz Peña, o Perón, o Kirchner –entre tantos otros-. El mismo autor que reproducimos, páginas más adelante en la misma obra formula una revelación quizás olvidada con el paso de los años… Se trata de la situación producida al renunciar Rivadavia a la presidencia:

¨Hasta la casa de gobierno había quedado desmantelada y sin menaje; sus piezas estaban reducidas a paredes desnudas y deterioradas; pues resultaba que todo el mueblaje, hasta el del despacho presidencial, traído de Europa, era de propiedad del señor Rivadavia; y que antes de dejar el poder, conociendo la insolvencia del nuevo gabinete para abonarle su valor, habíalo trasladado a su nueva habitación…¨.

En ídem anterior, pág 254.

Con lo cual, vaya uno a saber dónde habrá ido a parar el tal sillón de Rivadavia, que el mismo don Bernardino, así como primero lo proveyó, luego lo retiró.

  • Puedo asegurar que entre la nómina de los colonos figuraba el nombre de Mr Luis Bonaparte, hijo segundo de Mad Hortensia Beauharnais, por papeles que he visto en poder del doctor Leonard, heredero del señor Mahe, en cuya casa murió este distinguido caballero.

** Informes del doctor don Florencio Varela.

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