Una ¨cosmogonía¨ rioplatense:

Orígenes del mestizaje cultural rioplatense

por Marta Spagnuolo

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Puesto que vamos a hablar del Río de la Plata, conviene aclarar a qué territorio correspondía esa denominación en tiempos de la conquista y de la colonia. Lo que finalmente fue el Virreinato del Río de la Plata, creado a fines del siglo XVIII (1776), abarcaba lo que hoy son cuatro países: Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. No obstante, en los inicios de la conquista no era zona tan claramente delimitada. Gran parte de Bolivia, Chile, el Noroeste, el Oeste y el Centro de  la Argentina –Córdoba inclusive– fueron poblados por las corrientes que bajaban del Perú. En cambio, fue directamente por el Atlántico que se colonizó  la región comprendida por el Este argentino, el Uruguay y el Paraguay, cuya puerta de entrada es el ancho estuario del Río de la Plata, sobre el cual actualmente están, en una y otra banda, las ciudades de Montevideo  y Buenos Aires. Esa vasta zona litoral era, entonces, el Río de la Plata. Y, de manera sinónima, “la Argentina”, “la tierra de la plata”, término derivado del latín argentum (plata), que finalmente designó al que hoy es mi país.

Nombre irónico, por cierto, visto en perspectiva. Porque lo que menos encontraron los españoles allí fue la plata, el oro, los metales preciosos, en fin, que ambicionaban. Ya este famoso río les había costado grandes afanes. Entre ellos, la trágica muerte de su descubridor, Juan Díaz de Solís, quien, viéndolo tan ancho, lo bautizó Mar Dulce (1516). Quizá muchos recuerden cómo terminó sus días Solís, quien, junto con algunos de sus tripulantes hizo un desembarco en costas uruguayas, donde fueron flechados por los charrúas, a quienes sirvieron de banquete. Así lo cuenta Jorge Luis Borges, por ejemplo, en su popular poema “Fundación mítica de Buenos Aires”; allí alude al color barroso  amarillento de las aguas del Río de la Plata, donde va a parar todo lo que arrojan las selvas brasileñas y chaqueñas, por el cual Lugones lo había llamado “el gran río color de león”. Borges, que en sus primeros poemas usó muchos argentinismos,  habla de la “corriente zaina”, porque así, “zainos”, llamamos nosotros al caballo de ese pelaje, y porque “zaino” significa también “solapado, traicionero”, como lo son las aguas de ese río, a cuya vera, como dijimos,  fue comido el pobre Juan Díaz de Solís. La metáfora del río como un caballo se prolonga luego en la palabra “azulejo”, ya que el pelo de ese caballo es blanco, con un poco de negro, y el color que resulta es casi azul.

¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Sin embargo, esta seña nefasta y otras expediciones fracasadas no arredraron a los españoles. Pues la fábula se iba acrecentando con la imaginación del El Dorado, la Ciudad de los Césares, las enormes riquezas que aquí se encontrarían, y el Mar Dulce ya comenzaba a llamarse Río de la Plata. Fábulas justificadas, por otra parte, pues hay que  recordar que ya para 1520 Cortés había llegado a México, y Pizarro al Perú en 1532. De modo que de esta euforia se alimentó la expedición de don Pedro de Mendoza, que poco después llegaría al Río de la Plata, en 1536. Tantas eran las esperanzas, las ilusiones, la seguridad, casi, de repetir aquí los éxitos de Cortés y de Pizarro, que incluso fue distinto el elemento humano reclutado para esta nueva aventura. En efecto, Pedro de Mendoza era un noble de alto linaje, de gran prestigio militar, y él mismo y algunos de los hidalgos que lo acompañaban financiaron la expedición, en la que Mendoza ya venía con título de gobernador otorgado por la corona.

Uno de los mejores narradores argentinos del siglo XX, Manuel Mujica Lainez, escribió un bello libro de cuentos, titulado Misteriosa Buenos Aires. En uno de ellos recrea la tragedia de la primera fundación de Buenos Aires por Pedro de Mendoza en 1536, y haciendo referencia a la tripulación pretenciosa que las naves traían, dice:

España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios.

Cómo sería de grande el optimismo de estos hombres que Mendoza, al fundar la ciudad, la llamó Santa María del Buen Ayre. Malos serían, sin embargo, los aires que sobre ellos se abatirían. En efecto, para entender la manera particular y rápida como se inició el mestizaje racial y cultural en el Río de la Plata, hay que hacer hincapié en que el signo de la conquista del Río de la Plata fue el desencanto. Fue un choque tremendo, algo que los españoles no se imaginaron ni en sueños. Ni plata, ni oro, ni ciudades maravillosas como México-Tenochtitlán, ni portentosas como el Cuzco imperial de los Incas. Sólo una llanura interminable, un horizonte sin  límites, pura tierra y yuyos, en especial el duro cardo;  ni siquiera frutos comestibles ni, menos aún, cultivos, poblada como estaba de indios que vivían de la caza y de la pesca, pronto hostiles y en seguida belicosos. Encerrados en un cerco de estacas, sitiados y atacados constantemente por los aborígenes, consumiendo primero lo que les quedaba del ganado que habían traído –vacas y caballos, la mayor parte dispersados, que, al multiplicarse con el tiempo, originaron el principal sustento económico de mi país –, saliendo a veces en busca de alimentos con peligro de no volver, llegando a comer sus propias heces y hasta al canibalismo en los cuerpos de los compañeros muertos por el indio o por el hambre, así se sostuvieron algunos hasta cuatro años en ese miserable fuerte, en tanto otros buscaban salida hacia el norte, remontando el río Paraná. (De estos, vayamos teniendo en cuenta que la única columna que logra llegar al Paraguay es la que finalmente quedará al mando de Domingo Martínez de Irala.) Don Pedro de Mendoza sobrevive al hambre y regresa rumbo a España, pero muere en alta mar, ya carcomido por su vieja enfermedad, la sífilis o morbo gálico, como se le llamaba entonces.

Ante tanta calamidad, surge en la gente el convencimiento de que se trata de un castigo divino por un pecado original con que habría nacido Buenos Aires. Este castigo habría sido la consecuencia de un hecho criminal ocurrido durante el viaje, en un desembarco que hicieron en las costas del Brasil. Entre los oficiales de la expedición venía Osorio, hombre gallardo, simpático a las huestes. Según cuentan las crónicas, despertó la envidia de otros cuatro capitanes –Ayolas, Luján, Medrano y Salazar–, que lo acusaron de burlarse de don Pedro de Mendoza y de tener intenciones de traicionarlo y hacerse con el mando al llegar al Río de la Plata. Por ese motivo, Mendoza, ofuscado, ordenó prender a Osorio y darle muerte. Fue un verdadero asesinato, ejecutado por los cuatro capitanes, que lo apuñalaron con saña. Esto impresionó mucho a la tripulación, no sólo por la estima de que gozaba Osorio, sino porque lo mataron sin darle oportunidad de confesarse, lo cual,  para un cristiano, era un crimen doblemente horrendo.

El hecho originó la primera composición literaria escrita en el Río de la Plata. No todavía por un criollo sino por un español, un fraile, Luis de Miranda, que había logrado llegar al Paraguay con Irala. Allí cuenta el hambre, la antropofagia, y presenta a Buenos Aires como una manceba traicionera que ya ha matado seis maridos. Esto, en alusión a seis de los principales capitanes: Osorio; tres de que los que lo asesinaron;  Diego de Mendoza, hermano de don Pedro, muerto por los indios; y el propio don Pedro, como dije, muerto antes de llegar a España. El rudo pero impactante poema se titula Romance elegíaco, y este es un fragmento [1]:

En las partes del Poniente
es el Río de la Plata
conquista la más ingrata
a su señor.
Desleal y sin temor
enemiga de marido
que manceba siempre ha sido
que no alabo.
Cual los principios el cabo,
aquesto ha tenido cierto
que seis maridos ha muerto
la Señora:
Y comenzó la traidora
tan a ciegas y siniestre
que luego mató al maestre
que venía.
Juan Osorio se decía
el valiente capitán.
Fueron Ayolas, Luján,
y Medrano,
Salazar por cuya mano
tanto mal nos sucedió.

………………………

Trabajos, hambres y afanes
nunca nos faltó en la tierra,
y así nos hizo la guerra
la crüel.
Frontera de San Gabriel
a do se fizo el asiento;
allí fue el enterramiento
del armada.
Jamás fue cosa pensada
y cuando no nos catamos
de dos mil, aun no quedamos
en doscientos.
Por lo malos tratamientos
muchos buenos acabaron
y otros los indios mataron
en un punto.
Lo que más que aquesto junto
nos causó ruina tamaña
fue la hambre más estraña
que se vio;
la ración que allí se dio
de farina y de bizcocho,
fueron seis onzas u ocho
mal pesadas.
Las vïandas más usadas
eran cardos y raíces
y a hallarlas no eran felices
todas veces.
El estiércol y las heces
que algunos no digerían
muchos tristes las comían
que era espanto.
Allegó la cosa a tanto
que, como en Jerusalén,
la carne de hombre también
la comieron.
Las cosas que allí se vieron
no se han visto en escritura,
comer la propia asadura
de su hermano.
¡Oh jüicio soberano
que notó nuestra avaricia
y vio la recta justicia
que allí obraste!

…………………………

Pocos fueron o ninguno
que no se viese citado,
sentenciado y emplazado
de la muerte.

…………………………

Los que quedaban, gritando
Decían: nuestro general
ha causado aqueste mal,
que no ha sabido
gobernarse, y ha venido
aquesta necesidad.
Causa fue su enfermedad,
que si tuviera
más fuerzas y más pudiera,
no nos viéramos a puntos
de vernos así trasuntos
a la muerte.
Mudemos tan triste suerte
dando Dios un buen marido
sabio, fuerte y atrevido
a la viuda.

El buen marido sería, finalmente, Juan de Garay, quien muchos años después, bajando de la Asunción, fundará Buenos Aires por segunda vez en 1580.

Entre tanto, como dije, Domingo Martínez de Irala había llegado al Paraguay, que así se convirtió en el centro de la conquista del Río de la Plata, con capital en Asunción. La fuerza de carácter y, sobre todo, el sentido común de Irala, van a permitir un rápido y fecundo mestizaje, al que contribuyó la índole de los guaraníes, pueblo laborioso y agricultor. Irala, casi hasta su vejez, siguió intentando expediciones en busca de las riquezas nunca halladas. (En realidad, cuando se dio cuenta de que la tierra de la plata de la que se tenía noticia era el Perú, se encontró con que allá ya todo tenía dueños). Pero, entre tanto, comprendió que el único modo de sostenerse, de no abandonar la empresa, era quedarse en el Paraguay y organizar allí un núcleo social de supervivencia. Y que la forma de hacerlo era poblar la tierra, poblarla con familias más o menos constituidas, que le tomaran el gusto a la querencia; sembrarla, como hacían los guaraníes, con los productos autóctonos –mandioca, yerba mate, tabaco, etc.-; otros introducidos desde el Brasil –como el arroz y la caña de azúcar–, y criar ganado y otras especies de animales domésticos. Para ello la única vía posible era el mestizaje. Mediante alianzas con los aborígenes, Irala impulsó el mestizaje de sus hombres con las mujeres nativas, en uniones bendecidas por la Iglesia. (Sin que ello signifique que no se valiera de las encomiendas de indios obligados a trabajar la tierra).  Él mismo dio el ejemplo, aunque no tan respetuoso  de las leyes eclesiásticas, pues tuvo en su lecho nada menos que nueve mujeres indias, no ocasionales, sino en franca poligamia.

Irala, que era un verdadero caudillo, resistió todas las sediciones internas entre españoles que pretendían quitarle el poder y aun a enviados de España que pretendían destituirlo. De ellos, el más ilustre fue el legendario Álvar Núñez Cabeza de Vaca (el noble que se había cubierto de gloria en las campañas de Italia; el sobreviviente de la expedición a la Florida, que estuvo cautivo entre los indios norteamericanos; el que descubrió las cataratas del Iguazú durante su ida hacia Asunción). El caso es que el poderoso Álvar Núñez terminó encadenado y deportado de vuelta a España. Pero quedaban en el Paraguay muchos partidarios de Alvar Núñez. Irala, entonces, usó nuevamente el mestizaje, esta vez como arma política. Les perdonó la vida a los más conspicuos capitanes alvaristas y les otorgó altos puestos, a cambio de que se casaran con sus hijas; es decir, con las hijas mestizas que Irala hubo en sus mujeres indias. Más fuerte se hizo así el vasco, constituyendo una verdadera yernocracia.

Uno de los más destacados capitanes que se atrajo Irala de este modo fue Alonso Riquelme de Guzmán, nada menos que sobrino de Álvar Núñez. Del matrimonio legítimo del español don Alonso y de Úrsula Irala, nació, en Asunción, el primer escritor criollo del Río de la Plata. Su nombre: Ruy Díaz de Guzmán. Observemos, entonces, que este Ruy Díaz de Guzmán era nieto de Irala, sobrino nieto de Alvar Núñez y, a la vez, el hijo de una mestiza americana.

El libro que escribió Ruy Díaz fue una historia. La primera historia del descubrimiento, conquista y población del Río de la Plata. Se sabe que concluyó su obra en 1612. Nunca fue publicada en su tiempo. Pero circulaba en copias manuscritas, bien conocidas durante todo el período colonial, y consultadas y citadas por historiadores que le siguieron. Algunos copistas, para distinguirla de un poema impreso y escrito por un español, titulado La Argentina [2], terminaron llamándola La Argentina manuscrita. La primera publicación de uno de los códices fue hecha en Buenos Aires mucho más tarde, en 1835. Desde entonces la obra suscitó muchas lecturas; entre ellas, en épocas de efervescencia nacionalista, algunas que han acusado a Ruy Díaz de mostrarse más favorable a los españoles que a los americanos, de no nombrar más que una vez a su madre mestiza Úrsula y nunca a su abuela india Leonor; y otras que han destacado el elogio que en uno de los capítulos hace de los indios “amigos”, de los mestizos, y, en especial, de las mujeres mestizas, lo cual han interpretado como un homenaje indirecto a su madre.

Como sea, es indudable que, como historia, el texto está escrito desde el punto de vista de un hombre orgulloso de su linaje español, e interesado en destacar las empresas militares de sus propios antepasados familiares.  Y eso era algo lógico en la posición de Ruy Díaz. De ahí que la comparación que muchos hacen con el Inca Garcilaso de la Vega no sea la correcta. Son situaciones muy distintas. El Inca Garcilaso, a pesar de ser hijo de una palla de estirpe real y de haber recibido una excelente educación libresca, fue un mestizo bastardo, de madre repudiada por una española, desarraigado en España, donde vivió desde los veinte años su vida de hombre de letras, en obsesiva búsqueda de reconocimiento del nombre y de la herencia paterna jamás conseguidos. En su grandiosos Comentarios Reales y en su Historia General del Perú, escritos y publicados en España, no hay conciliación posible. La obra del Inca, en esencia elegíaca, tiene por eje la comparación entre la capacidad civilizadora de los incas con respecto a los pueblos indios por ellos sojuzgados,  y la de los españoles en relación con los incas. Comparación que siempre resulta en desmedro de los segundos  – depredadores más que civilizadores–, y en la consecuente idealización del pasado incaico, al que le atribuye la perfección.

Ruy Diaz, en cambio,  no fue educado en las humanidades y las letras, sino, como hijo legítimo de un español, para matar y morir por España. Vecino principal de Asunción, arraigado a su comunidad, distinguido y valiente capitán, fundador de ciudades, gozó tanto de los derechos y la posición propia de los hidalgos españoles, como cumplió con heroísmo sus obligaciones de soldado. Cuando, muerto su abuelo Irala –y su propio padre, en la más absoluta pobreza–, y el viejo orden fue reemplazado por su enemigo Hernandarias, Ruy Díaz sufrió reveses políticos,  prisión  y exilio. Justamente desde su exilio en ciudades del Río de la Plata y Tucumán escribió el libro del que nos estamos ocupando, que, en principio, no pretende más que ser una ruda historia de acontecimientos.

Sin  embargo, hay en la historia de Ruy Díaz  dos episodios de carácter literario, que bien pueden leerse de otra manera.

Uno de ellos está considerado como el precursor del indianismo en la América hispana: es el de Lucía Miranda, al cual no me referiré, por tratarse del más conocido, analizado, e incluso reelaborado una y otra vez por la literatura posterior.

El otro es el episodio de la Maldonada, cuya heroína es una mujer así llamada, posiblemente por feminización del apellido Maldonado. Y se sitúa, justamente, en aquella parte de la historia que se ocupa de la primera fundación de Buenos Aires por don Pedro de Mendoza.

Como ustedes verán, el relato se basa en un milenario motivo narrativo, que, poco más o menos, podría enunciarse: Hombre que ayuda una vez a un animal. Agradecimiento del animal que se manifiesta cuando, a su vez, el hombre necesita ayuda, cuyo arquetipo es Androcles y el León, recogido por Aulio Gelio en sus Noches áticas. Pero, al leerlo, irán descubriendo variantes muy significativas. El cuento está repartido en dos capítulos, de los que sólo leeré lo que hace al episodio de la Maldonada:

…En este tiempo padecían en Buenos aires cruel hambre, porque faltándoles totalmente la ración, comían sapos, culebras y las carnes podridas que hallaban en los campos, de tal manera, que los excrementos de los unos comían los otros, viniendo á tanto estremo la hambre como en tiempo que Tito y Vespasiano tuvieron cercada á Jerusalen: comieron carne humana; así le sucedió á esa mísera jente, porque los vivos se sustentaban de la carne de los que morían, y aun de los ahorcados por justicia, sin dejarle mas de los huesos, y tal véz hubo hermano que sacó la asadura y entrañas á otro que estaba muerto para sustentarse con ella. Finalmente murió casi toda la jente, donde sucedió que una mujer española, no pudiendo sobrellevar tan grande necesidad, fue constreñida á salirse del real, é irse á los indios, para poder sustentar la vida; y tomando la costa arriba llegó cerca de la Punta Gorda en el monte grande, y por ser ya tarde, buscó adonde albergarse, y topando con una cueva que hacía barranca de la misma costa, entró en ella, y repentinamente topó con una fiera leona que estaba en doloroso parto, que vista por la aflijida mujer quedó esta muerta y desmayada, y volviendo en sí, se tendía, á sus pies con humildad. La leona que vió la presa, acometió a hacerla pedazos; pero usando de su real naturaleza, se apiadó de ella, y desechando la ferocidad y furia con que la había acometido, con muestras halagüeñas llegó así á la que ya hacía poco caso de su vida, y ella, cobrando algún aliento, la ayudó en el parto en que actualmente estaba, y venido á luz parió dos leoncillos; en cuya compañía estuvo algunos días sustentada con la leona con la carne que traía de los animales; con que quedó bien agradecida del hospedaje, por el oficio de comadre que usó; y acaeció que un día corriendo los indios aquella costa, toparon con ella una mañana al tiempo que salía a la playa á satisfacer la sed en el río donde la sorprendieron y llevaron á su pueblo, tomándole uno de ellos por mujer, de cuyo suceso y de lo demás que pasó, haré relación adelante. (Cap. XII).

[Irala, después que fundó un fuerte en Asunción, volvió] para el de Buenos Aires á dar cuenta á don Pedro del efecto de su expedición; y llegado á su destino halló que se había ido á España, y que el teniente que había dejado, estaba malquisto con los soldados por ser de condición áspera, y muy riguroso, tanto que por una lechuga cortó á uno las orejas, y á otro afrentó por un rábano, tratando á los demás con la misma crueldad, de que todos estaban con gran desconsuelo, y también por haber sobrevenido al pueblo una furiosa plaga de leones, tigres y onzas, que los comían saliendo del fuerte; de tal manera que era necesario una compañía de jente, para que pudiesen salir á sus ordinarias necesidades. En este tiempo sucedió una cosa admirable, que por serlo la diré, y fue que habiendo salido a correr la tierra un capitán en aquellos pueblos comarcanos, halló en uno de ellos, y trajo a aquella mujer española que hice mención arriba, que por la hambre se fue a poder de los indios. Así que [el teniente] Francisco Ruiz Galán  la vio ordenó á que fuese echada á las fieras, para que la despedazasen y comiesen; y puesto en ejecución su mandato, llevaron a la pobre mujer, la ataron muy bien á un árbol, y la dejaron como una legua fuera del pueblo, donde acudieron aquella noche á la presa gran número de fieras para devorarla, y entre ellas vino la leona á quien esta mujer había ayudado en el parto, y habiéndola conocido, la defendió de las demás que allí estaban, y querían despedazarla. Quedándose en su compañía, la guardó aquella noche, el otro día y la noche siguiente, hasta que al tercero fueron allá unos soldados por órden de su capitán á ver el efecto que había surtido dejar allí aquella mujer; y hallándola viva, y la leona á sus pies con sus dos leoncillos, que sin acometerlas se apartó algún tanto dando lugar á que llegasen; quedaron admirados del instinto y humanidad de aquella fiera. Desatada la mujer por los soldados la llevaron consigo, quedando la leona dando muy fieros bramidos, mostrando sentimiento y soledad de su bienhechora, y haciendo ver por otra parte su real ánimo y gratitud, y la humanidad que no tuvieron los hombres. De esta manera quedó libre la que ofrecieron á la muerte echándola á las fieras. Esta mujer yo conocí, y la llamaban la Maldonada, que más bien se le podía llamar Biendonada; pues por este suceso se ve no haber merecido el castigo á que le espusieron, pues la necesidad había sido causa á que desamparase á los suyos, y se metiese entre aquellos bárbaros. Algunos atribuyen esta sentencia tan rigorosa al capitán Alvarado, y no á Francisco Ruiz, más cualquiera que haya sido, el caso sucedió como queda dicho, y no carece de crueldad casi inaudita. (Cap. XIII)

Según mi interpretación, el relato de la Maldonada alegoriza la alianza de dos mundos mediante el mestizaje racial y cultural, y lo hace con una modernidad sorprendente. Bien es cierto que esa visión temprana no era posible en México o en el Perú, donde ninguna de las dos entidades en pugna  –ambas, la española, por un lado, y la azteca y la incaica por el otro,  con una fuerte tradición cultural – estaba dispuesta a resignar valores preexistentes. Y que en cambio se hizo necesaria en el Río de la Plata, esto es, en otro medio en que los valores (en especial los europeos) debieron ser revisados para adaptarlos a una nueva realidad acuciante. De lo cual, más que una alegoría, resultaría, en un primer nivel simbólico del texto de Ruy Díaz, una parábola de la acción del abuelo Irala.

Pero, como bien sabemos, durante la conquista, lo “naturalmente” admitido era la cópula del hombre blanco con la mujer india. Y aquí tenemos lo contrario: una mujer española dispuesta a unirse a los aborígenes. Pues, de hecho, la Maldonada, al huir del fuerte, sabe que su pasaporte al mundo indio no puede ser otro que el sexo.  El autor, en primera persona, asume la defensa de la mujer, diciendo que no merecía el castigo, “pues la necesidad había sido causa á que desamparase á los suyos, y se metiese entre aquellos bárbaros”. Desde este punto de vista,  seguimos estando, en cierto modo, en la defensa del mestizaje puramente racial, impulsado por el hambre. En el nivel literal del texto, el acto de la Maldonada se presenta como la elección razonada de una mente práctica, que, rechazando lo repugnante instintivo para sobrevivir (la ingestión de alimañas, carne podrida, excrementos o la antropofagia), prefiere correr el riesgo de hallar otra manera más “humana”, digamos, de mantenerse con vida.

Pero el castigo que le impone el teniente español es de otro orden. Más que la “inmoralidad sexual” de la Maldonada, lo que se quiere castigar es su condición de tránsfuga, es decir, el “haber desamparado a los suyos”, el haberse “pasado” al enemigo. Y este valor al que se apegan los españoles en el siglo XVI no es distinto, sino el mismo que perdura o al menos perduró en la civilización occidental del siglo XX. Que entre los rudos conquistadores el castigo para la tránsfuga fuera echarla a las fieras “para que la matasen y la devorasen”,  mientras que en Francia fuera el rape y el escarnio público para las mujeres que durante la ocupación nazi fueron amantes de oficiales y soldados alemanes, no cambia el fondo de la cuestión. De allí que el perdón que obtiene la Maldonada, ajustado aparentemente al modelo originario de Androcles y el león en cuanto a la causa– el impacto que el prodigio produce en quien tiene el poder de otorgarlo–, opera en el texto de manera muy distinta. Exige desechar completamente un valor ético arraigado en lo universal. No es lo mismo perdonarle la vida a un esclavo fugitivo, como lo era Androcles, que a un miembro del cuerpo social que se pase al enemigo. Esta audaz vuelta de tuerca que Ruy Díaz da al relato es, a mi modo de ver, y lo repito, de una modernidad inaudita.

Fruto sin duda de una intuición de Ruy Díaz, despertada quizá por una actitud polémica ante el fracaso del viejo orden que lo desplazaba, el relato no racionaliza el lado “grave” de la transgresión de la Maldonada, sino que disculpa a la mujer apelando a sentimientos de “humanidad” (los que tuvo la leona y no tuvieron los hombres). Al correr así el centro de la cuestión hacia la relación entre la Maldonada y la leona, el texto deja aparecer la alegoría.   

En efecto, ya no se trata de una propuesta puramente racial, de “mezcla de sangres”, sino de una colaboración, de un mestizaje cultural que apunta al futuro. Pues observen ustedes que el principal signo de la fusión no es el acoplamiento de la española con el indio, que es un hecho de orden mediato; es decir, consecuencia de que “algunos días estuvo sustentada de la leona con la carne que traía de los animales”, de otro modo no hubiera estado viva cuando la sorprenden los indios. La fusión que aquí aparece como literal en la cópula hombre-mujer, se ha dado antes en el texto, de manera simbólica.

La española, sin saberlo, invade la caverna de la leona. La fiera se apiada de la mujer antes de necesitar su ayuda. Como la Maldonada, ha superado lo instintivo. Y, lo más fuertemente significativo, las misionadas como protagonistas de esa alianza son dos hembras, mancomunadas en el acto inmemorial y privativo de las hembras de dar a luz, de asegurar, en suma, la continuidad de las especies. Así, las dos hembras se convierten en co-madres.

Si la leona representa a la naturaleza del Plata, tiene “real naturaleza”: está a la altura del papel asignado supuestamente por Dios a los reyes para interpretar sus designios. Es capaz de sentir piedad por la mujer desmayada y hambrienta,  a quien alimenta; gratitud; nostalgia cuando deben separarse; “real ánimo” para defenderla del resto de las fieras hostiles; y, finalmente, “la humanidad que no tuvieron los hombres, los hombres españoles, atados a inflexibles principios.

Y si la Maldonada es España, pero no la España ultramarina sino la España hambrienta afincada en el Río de la Plata, la más maldonada de todas las Indias, que ya habían retratado, como testigos, Luis de Miranda y Ulrico Schmidel, ¿qué ofrece a cambio de que la Leona-Naturaleza le perdone la vida y la alimente? Ayudarla en un “doloroso parto”, a dar a luz un mundo nuevo, que ya no es ni la Europa del Renacimiento ni la América india. Como toda alegoría, esta es didáctica. La España miserable estragada por el hambre en el Río de la Plata sólo podrá salvarse cuando, una vez que  aprenda a aceptar  que esto no es México ni el Perú, que el tesoro que ha hallado no es la plata ni el oro sino la propia tierra –cuyos yuyos serían el mejor pasto para el ganado–, se tienda entonces a los pies de esta tierra biendonada “con humildad”, como la Maldonada a los pies de la leona, y la ayude a parir el futuro de sus dos leoncillos: Buenos Aires y Montevideo (la Argentina litoral y el Uruguay).  Ella, entonces, usando de la piedad, el ánimo, la gratitud a que la obliga su “real naturaleza”, la sustentará con carne allí, junto al agua que contribuirá a la supervivencia.

En efecto, es de este modo como se iniciará, en el Río de la Plata (mucho antes que, con la inmigración, se expandiera la agricultura), una verdadera cultura mestiza: la llamada “cultura del cuero”, proveniente de aquel ganado traído por don Pedro de Mendoza, que, en estado salvaje, se multiplicó hasta lo inverosímil. Durante el siglo XVI, fue desde Asunción, llamada “madre de ciudades, desde donde se pobló el actual litoral argentino.  Cuando Hernandarias y Garay comienzan la colonización hacia el sur, se fundan centros urbanos importantes como Santa Fe y se refunda Buenos Aires; y esas corrientes  trajeron miles  de pobladores mestizos. Tanto los habitantes de las pampas, cuyo paradigma es el gaucho, como la verdadera “aristocracia” criolla primitiva difícilmente no fuera mestiza por algún lado. El hecho de que hoy, en la región del Río de la Plata, predominen los “blancos”,  y de que, tomando como referencia a la ciudad de Buenos Aires, se suela insistir en que la Argentina está como “fuera” de América latina, tiene que ver con el desarrollo posterior de esta zona debido al enorme caudal inmigratorio europeo recibido desde el siglo XIX (que de todos modos,  en gran parte, se mezcló con los antiguos mestizos). Explicar ese complicado proceso histórico excede el tema de esta breve charla.  Pero, al menos, espero haber contribuido a aclarar que, contra lo que comúnmente se cree, no sólo el noroeste, la región andina en general y el centro de la Argentina son frutos del mestizaje racial y cultural, sino también Buenos Aires y toda su zona de influencia.  En suma: que la Argentina, por donde se la mire, no sea originariamente  un país tanto o más mestizo que otros de América latina, es un mito.

 

NOTAS

1. Tanto en la transcripción del poema de Luis de Miranda, como en la de los fragmentos de la Argentina Manuscrita, de Ruy Díaz de Guzmán, se ha respetado la grafía propia de la época.

2. Del clérigo Martín del Barco Centenera. Publicado en Lisboa, en 1602.

Fuente:  Revista Agulha punto nom punto br

 

Ilustración: Rolando Cubero

 

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