El ombú – Guillermo Enrique Hudson

 

Esta historia, de una casa que existió en otro tiempo, me la contó a la sombra, un día de verano, Nicandro, aquel viejo a quien a todos nos gustaba escuchar, pues recordaba, y podía relatar correctamente, la vida de cada persona que había conocido en su pago, cerca de la laguna de Chascomús, en la pampa, al sur de Buenos Aires.

I

-En toito este partido, aunque usté vaya siete leguas pacá y payá, no encontrará un árbol tan grande como este ombú, creciendo solo ande no hay una casa; por eso es que todo el mundo lo conoce por el nombre’e “el ombú”, como si hubiera uno solo; y el nombre d’esta estancia, aura sin dueño y arruinada, eh’ El Ombú. De una’e las ramas máh’ altas, si usté puede encaramarse, verá, a unas veinticinco cuadras de aquí, la laguna’e Chascomús, de un lao al otro, y el pueblo en su orilla. En un día despejao podrá ver hasta cosas más chicas: tal veh’ una raya colorada cruzando el agua… una bandada’e flamencos volando asigún su costumbre.

-Un gran árbol creciendo solo, sin casa cerca; sólo quedan los cimientos de una casa; pero tan cubiertos de pastos y yuyos, que hay que mirar muy bien pa incontrarlos. Cuando ando con mi majada’e ovejas en el verano, sabo venir paca a sentarme a la sombra. Está cerquita’e el camino, y forasteros, tropas de caeretas y animales, y la galera, toitos pasan por ay. A veces, a mediodía, encuentro a algún pajuerano descansando a la sombra, y si no está durmiendo, platicamos, y él me cuenta’e aquel gran mundo que estoh’ ojos jamáh’ an visto. Dicen que la casa ande cai la sombra ‘el ombú, padece desgracias, y que, por último, cai en ruina; y en esa casa, que ya no esiste, daba la sombra ‘el ombú a la caida’e la tarde toitos los días de verano. También dicen que los que se sientan mucho a su sombra, se güelven locos. Tal vez, señor, los güesos de mi mollera sean más duros que los de la generalidá’e loh’ ombres, pueh’ e acostumbrao sentarme aquí toita mi vida y aunque ya estoy viejo, entoavía no he perdido el, mate. Es verdá que por fin le vino la mala suerte a la casa; pero la aflicción ha’e dentrar por toda puerta, la aflicción y la muerte que le llega a todo cristiano; y toda casa, señor, por fin se derrumba.

-¿Oye el mangangá allá arriba entre las ramas? ¡Mírelo! ¡Parece una bola’e oro relumbroso colgada en el aire entre lah’ojas verdes, zumbando tan juertazo!

-¡Ay, señorl ¡Loh’ años, que han pasao y la gente que ha vivido y muerto, me hablan lo mesmo’e juerte cuando estoy sentao aquí solo! Estos son solamente ricuerdos; pero hay otras cosas que nos guelven del pasao; y ésas son lah’animah’ en pena. A vece’, a medianoche, se ve’e lejos toito el árbol, desde las raiceh’ asta la ultimah’ ojas, relumbrando como un juego blanco. ¿Qué podrá ser ese juego, señir, que tantoh’ an visto, y que, sin embargo, no chamusca lah’ ojas de loh’ árboles? Y, a veces, cuando un forastero se acuesta aquí a echar una siestita, siente pasos que van y vienen, oye cacariar gallinas y torear perros, y aniños que gritan y se riden, y las voces de gente que habla; pero cuantito se levanta para escuchar, los sonidos se apagan, y, por lúltimo, parecen dentrarse al árbol con un suave murmullo, como el que hace el viento cuando sopla por entre lah’ ojas.

-Dende qu’ era chico, a la edá’e seis años, cuando yo podía montar un petiso, he conocido este árbol. Se veía entonces, lo mesmito que hoy día; a gatas podían rodearlo cinco hombre’ con los brazoh’ estiraos. Y la casa estaba ay, ande usté ve esa ortiga; era larga, chata y’e ladrillo, cuando habían muy pocas casas de ladrillos por este partido, y tenía techo’e tejas.

-El último dueño se iba acercando a la vejez. No quiero’ecir por eso que se viera viejo; al contrario, se veía lo qu’era, un hombre entre loh’ombres, como que les llevaba la cabeza a la mayoría, y con la juerza’e un güey; pero el viento había soplao y desparramao un pu-ñao’e ceniza por su gran barba y sobre el pelo que le caía hasta loh’ hombros, como las clines de un redomón negro.

Éste era don Santoh’ Ugarte, conocido por la gente’e este partido por el nombre’e El Caballo Blanco, por la blancura’e su cutis, que la mayoría’e loh’ombres tienen oscuro, y por su altiveh’ y aire’e autoridá. Había tamién otra razón, y ésa era la barbaridá’e chicoh’ en esta ve-cindá’e que se decía que era el padre. En toitas las casas, a muchas leguah’a la redonda, se leh enseñaba a los niñoh’ a tratarlo con mucho respeto y a llamarlo tío, y cuando se aparecía don Santos, toitos los chiquilines corrían ande él, y hincándose’e rodillas, le decían: “¡La bendición, tío!” Él leh’ echaba su bendición; entonces, después de aprietarle las nariceh’ a uno y’e tirarle lah’orejah’ a otro, hacía chasquiar el rebenque sobre sus cabezas, pa que supieran que había acabao con ellos, y que al tirondaran mudar.

-Estoh’ eran hijos del viento, asigún el dicho; pero el gran de-seo’e don Santos era tener un hijo legítimo, que llevara el nombre’e Ugarte, y que heredara El Ombú después de su muerte, como él lo había heredao’e su padre. Pero, aunque se había casao tres veces, no había tenido nengún hijo, ni tampoco hija. A algunos les parecía muy raro que un hombre con tantoh’ ijos no hubiera tenido uno por una’e sus mujeres. Raro sería, señor, pa los que no rícuerdan que no semos nohotros los que arreglamos estas cosas. Sabemos decir muchas veces que el Padre Eterno es demasiado importante para priocuparse’e nuestros pequeñoh’ asuntos. Semos tantos nohotros; y, ¿cómo va a poder Él, sentao en su trono, allá tan lejos, saber cuanto pasa en su reino? Pero hay que ricordar, señor, que don Santos no era un cualquiera, y que sindudamente alguien le habría señalao ese hombre al Todopoderoso y que Él, después de cavilar sobre la casa, habría dicho “Pues, Santos, no habéis de salir con la tuya, porque aunque soh’ un hombre devoto y dah’ a manoh’ enllenas de tu hacienda a la iglesia y a los pobres, no estoy enteramente contento con vos.” Y ansina pasó que don Santos no tuvo un hijo que lo heredara.

-Sus dos primeras mujeres habían muerto, asigún decían, por causa’e su amargura con ellas. Yo conocí a la tercera, a misia Mericie; era una mujer callada, con un aire afligido, que contaba pa menoh’ en la casa que cualquier mucama o esclava. Y yo, un simple muchacho, ¿que podía saber yo’e los secretos de su corazón? ¡Nada! Sólo la vi pálida, callada y afligida, y porque suh’ ojos me seguían, le tenía miedo, y siempre trataba’ e no incontrarme solo con ella. Pero una mañana que vine a El Ombú y dentré a la cocina, la hallé sola, y antes que pudiera arrancarme, me agarro en sus brazos, y levantándome’ el suelo, me aprietó contra su pecho, llorando y llamándome hijo’e mi alma, y qué sé yo qué más; y pidiéndole al Padre Eterno que me bendijera, me enllenó la cara’e besos. Entonces, oyendo redepente ajuerita la voz de don Santos, me soltó y se quedó mirando asustada pa la puerta, como si hubiera sido echa’e piedra.

-Al poco tiempo ella tamién murió, y su muerte no hizo nenguna diferiencia en la casa, y si don Santos llevó una faja negra en el brazo, sólo jué porque era la costumbre, y no que la llorara en su corazón.

II

-Habiendo muerto aquella silenciosa sombra’emujer, naides podía’ ecir que don Santos juera duro, ni tampoco se podía’ ecir nada en su contra, eceto que no era un santo a pesar de su nombre. Pero, señor, no esperamoh’ allar santoh’ entre loh’ ombres juertes que viven a caballo y que son dueños de grandeh’ estancias. Si había uno a quien se podía llarnar, el padre’e los pobres, ese hombre don Santos; por eso es que muchos lo querían, sólo los que lo habían injuriao o contrariao’e alguna manera, tenían motivo pa tenerle miedo y aborrecerlo. Pero dejemé aura contarle lo que yo, un muchacho’e dieh’ años, vide un día en el año 1808. Eso le muestrará la laya’e hombre que era don Santos; y tamién su coraje y la juerza’ e sus puños.

-Era su costumbre, cada doh’ o tres meses, hacarleh’ una visita a los flaires d’ese convento que hay como a medio día’e aquí.

-Los flaires querían mucho a don Santos, y siempre que él iba a verlos, llevaba un caballo’e tiro, cargao con regalos; un gordo costillar de vaquillona, uno o dos lechoncitos, un par de corderitos, cuando parían lah’ovejas; algunos pavos y patos gordos, una sarta’e tinamuces un par o dos de mulitas y la pechuga y alas de un ñandú; y en el verano, una docena’e güevos de avestruces, y qué sé yo qué más.

-Una tarde, estando yo en El Ombú de visita, y por golverme a casa, me vido don Santos y me gritó: “Apeáte y soltá tu flete, Nicandro. Voy a dir mañana al convento, y vos montarás el caballo con las cosas, y ansina me evitará el trabajo’e llevarlo’e tiro. Te verás como un chingolo montao en él, y no sentirá tus pocah’ onzas de peso. Podés dormir esta noche sobre un pellón en la cocina, y levantate tempranito mañana, una hora, antes de clariar el día.”

-Entoavía brillaban lah’ estrellah’ a la mañana siguiente, cuando nos pusimoh’ en marcha; era en el mes de junio, y cuando atravesamoh’ el Samborombón, empezaba a salir el sol, y toita la tierra se veía blanca con la escarcha que se había formao. A mediodía llegamoh’ al convento, y juimos recibidos por los flaires, que abrazaron y besaron a don Santoh, en ambas mejillas, y se hicieron cargo e nuestros fletes. Después del almuerzo en la cocina, estando ya el día templao y agradable, nos sentamoh’ al lao’e ajuera, a tomar mate y a pitar; don Santos habría estao platicando con los flaires como una hora, o más, cuando de un redepente se aparició un mozo que venía a caballo, a toito escape, hacia la tranquera, gritando: “¡Loh’ ingleses! ¡Loh’ ingleses!”

-Todos nos paramoh’ al instante,y enderezamos pa la tranquera, y subiéndonoh’ encima, vimos pa’ lao en que sale el sol, a menos, de media legua, un gran ejército que marchaba en dirección a Güenoh’ Aires. Podíamos ver que la parte’e la tropa que iba adelante, había hecho alto a la orilla’e un arroyo que corre al lao’el convento, y desemboca en el Plata, a dos leguah’ al Este de ay. La tropa se componía toita’e infantería y una pila’e gente la venía siguiendo a caballo; eran, asigún nos contó el mozo, vecinos que habían ido a ispiar a loh’ invasoreh’ ingleses; tamién dijo que los soldados, al llegar al arroyo, habían empezao a tirar sus mantas al suelo y que el gauchaje lah’ estaba recogiendo. No hizo más que oír esto don Santos, cuando’ ijo que iba a juntarse con ellos, y montando su flete, y siguiéndolo de atrasito yo y dos de los flaires, que dijieron que querían recoger algunas mantas pa’l convento, echamos pa’l lao’el arroyo.

-Al llegar ay, encontramos que, no contentos loh’ ingleses con el paso, que tenía un fondo sumamente barroso, habían arreglado otro lugar por ande cruzar, derrumbando los bordes del arroyo a ambos laos; habían dueblao una pila’e mantas, y lah’ abían tendido en el lecho’ el arroyo, ande medía unos veinticinco pasos de un lao al otro. Tamién estaban tirando la mar de mantas, y el gauchaje la’h estaba recogiendo y cargando con ellas sus fletes. Don Santos se metió en medio’e la turba y agarró unas diez o doce mantas, las mejores que halló, pa dárselah’ a los flaires; entonces recogió algunas pocas pa él mesmo y me ordinó que se las cargara a mi flete.

-Les hizo mucha gracia a los soldados ver lo apuraos que estábamos recogiendo las mantas del suelo; pero cuando uno’e los nuestros gritó: “Esta gente debe haberse güerto loca, pa tirar sus mantas de esa manera, con este tiempo tan frío; tal vez sus casacas coloradas loh’ abrigarán cuando estén tendidos por ay esta noche”, un soldado que comprindió y sabía hablar español, retrucó: “No necesitamos máh’ esas mantas, señores. Cuando durmamoh’ otra vez, será en las mejores camas de Güenoh’ Aires.” Estonces gritó don Santos: “Ése, señores, tal vez sea un sueño’ el que jamás dispierten.” Esto que dijo don Santos loh’ hizo fijarse en él, y el soldado retrucó: “Nohay much’ hombres como usté por estas tierras, ansina que no noh’ asusta lo que usté dice.” Dispués, los soldados se entretuvieron mirando a los flaires, mientras ataban a sus fletes las mantas que don Santos les había dao, y afijándose que llevaban espuelas atadah’ a sus patas peladas, se rieron a gritos, y el que hablaba español les dijo: “Sentimos mucho, güenos hermanos, que no tengamos botas que ofrecerles, además de las mantas.”

-Pero habíamos acabao lo que teníamos que hacer, y diciéndole adiós a los flaires, enderezamos pa El Ombú, diciendo don Santos que estaríamos de güelta antes de medianoche.

-Era pasao la mitá’e la tarde, habiendo andao unas seis leguas, cuando vimos a lo lejos a una pila’e hombreh’ a caballo, desparramaos por la pampa, algunos paraos y otros galopiando pacá y payá.

-”¡El pato! ¡El pato!”, gritó don Santos, muy agitao. ¡Vení conmigo, muchacho: vamoh’ a aguaitar el juego mientrah’ esté cerca, y cuando pase, seguiremos nuestro camino! Haciendo galopiar su flete, y yo’e atrasito, luego llegamoh’ ande estaban luchando loh’ ombres por apoderarse’ el saco con el pato, y nos quedamos paraoh’ un rato mirando. Pero don Santos no era hombre pa quedarse mucho tiempo’e mirón; jamáh’ iba a una yerra, a un rodeo, a las carreras de parejeros, a un pericón o a otra divirsión, y, sobre todo, a la’ el juego’ el, pato, que no tomara él parte. Muy pronto se apió’ pa quitarle las pilchas más pesadas a su flete, y diciéndome que las cargara al mío y lo siguiera, galopió pal medio’e los jugadores.

-Se habían arrejuntao unos cuarenta o cincuenta paisanos de a caballo haciendo rueda, y esperaban tranquilamente pa ver cuál de los tres que tenía agarrao el saco se lo llevaría. Eran hombres juertes, bien montados, y cada uno estaba resuelto a quitarle la presa a loh’ otros dos. Señor, cuando ricuerdo el juego’ el pato, y pienso que ya no se juega a causa’ el Tirano, que lo prohibió, me dan ganas de llorar, que ya no haigan hombreh’ en esta pampa ande primero vide la luz. ¡Qué luchar, señor, y qué tirar y sudar de aquelloh’ ombres! ¡Casi se desmontaban unoh’ a otros!; sus fletes, que estaban avezados, se ladiaban p’ajuera, hundiendo sus patah’ en el pasto como cuando resisten el tironazo’e un animal enlazao. Uno’ e los jinetes era un mulato macanudo, y los que mirahan el juego, sólo aguardaban el momento que les quitase el saco a loh’ otros dos pa dírsele al humo y tratar de quitárselo antes que pudiera escaparse.

-Don Santos, como he dicho, no quiso quedarde mirón, pues, ¿no tenía el saco otra manijera? Jugándole las nazarenah’ a su pingo, enderezópa’l centro’ el grupo, y luego consiguió agarrarla.

Algunos de los que miraban el juego pegaron un grito’e juria al ver que era’e pajuera, mientras que otros aplaudían su coraje. Los tres que habían estao luchando se dieron cuenta aura que tenían a un alversario común. Aunque estaban agitaos por la lucha, léh’ asombró la facha’e don Santos,de aquel hombrachón, montao en ese caballo tan grande, de cutis tan blanco y pelo largo, y que cuando echaba atráh’ el poncho, se le veía a la cintura un facán del tamaño’e una lata y un trabuco macanudo. Al poco rato’e dentrar don Santos en el juego, toitos los cuatro rodaron por el suelo.

Pero no cayeron al mesmo tiempo; el último que cayó jué don Santos, que a todo trance se resistía a que lo bajasen del caballo, hasta que, por fin, el caballo y su jinete cayeron encima’e los demás.

Dos de loh’ ombreh’, al cair, habían perdido las manijeras; entonces, el mulato, pa salvarse’e ser aplastao por el flete’e don Santos, tamién tuvo queaflojar, y enlleno’e juria al ser vencido por aquel pajuerano, peló el facón y lo amenazó. Pero don Santos jué demasiado listo pa él; le encajó un talerazo en el mate con el pesao cabo’e plata, que lo voltió al suelo, aturdido. De los cuatro, el único que no había salido lastimao era Don Santos, y levantándose’ el suelo, y golviendo a montar, se largó al galope por entre el gauchaje, con el saco en la mano, haciéndose elloh’ a un lao pa dejarlo pasar.

-Había un paisano entre la turba, que noh’ había llamao a todos la atención: era muy alto, y llevaba un poncho blanco, muchas pilchas de plata y un largo facán en una vaina tamién de plata; su flete, blanco como la cuajada, tamién estaba toito enchapeao en plata. Éste jué el único que protestó:

“¡Amigosy compañeros!” -gritó-, ¿es éste el fin? Si dejamoh’ a este pajuerano llevarse el pato, no será por tener puños más fuertes, ni mejor flete, sino porque carga armas. ¿Qué dicen ustedes, amigos?

-Pero naides retrucó. Habían visto la juerza’e don Santos y lo corajudo qu’ era, y aunque ellos eran muchos y él uno solo, prefirieron dejarlo dirse tranquilamente. Entonceh’, el del caballo blanco, con un seno e rabia, se apartó’ e los demás, y empezó a seghirnoh’ a unos cincuenta pasos. Cada vez que don Santos golvía atrás, p’ atracársele, se alejaba; pero tan prontito como seguíamos nuestro camino, golvía a seguirnoh’ otra vez. Ansina caminamoh’ hasta ponerse el sol. Don Santos se vía serio, pero tranquilo; yo, siendo tan chiquillo, estaba muerto’e miedo. “¡Ay, tío -le dije en voz baja-, por el amor de Dios, apuntelé con el trabuco a ese hombre, y mátelo, para que no nos vaya a matar a nohotros!”

-Don Santos se rió. “Muchacho sonzo -retrucó él-, ¿qué, no sabes voz que es eso precisamente lo qu’él -quiere que yo haga? Él sabe que a esta distancia yo no podría pegarle, y que después que hubiese descargao el trabuco quedaríamos los doh’ en las mesmas condiciones, pecho a pecho, y un facón contra otro; y, ¡quién sabe entonces cuál de los dos mataría al otro! Dios sabe mejor, dende que Él lo sabe todo, y Él me lo ha metido en el corazón, que no dispare.”

-Cuandose escureció, caminamos más despacito, y entonces el hombre acortó la distancia quehabía entre él y nohotros. Podíamoh’ oír la resonancia’e su chapeo, y cuando miré p’atrás, pude ver un bulto blanco, medio confuso, que nos venía siguiendo como un fantasma. Entonces, redepente, sentí retumbar las pisadas de su flete, y oí un silbido, como que noh’ hubiese arrojado algo; altiro, el caballo’e don Santos se puso a corcoviary a patear; entonces se paró, temblando’e susto.

Tenía las patas traseras enriedadah’ en las boleadoras que el hombre noh’ había largao. Don Santos se apió, echando maldiciones, y pelando su facón cortó los tientos que tenían amarradas las patas del animal; entonces, golviendo a montar, continuamos, como endenante, con el bulto blanco siempre siguiéndonos de atrasito.

-Por fin, como a eso’e medianoche, llegamoh’ al Samborombón, al mesmo paso por ande habíamos cruzao esa mañana, ande medía unas cuarenta varas, y el agua, en las partes máh’ ondas, sólo le llegaba hasta la panza a los fletes.

“-¡Que se alegre tu corazón, Nicandro!-dijo don Santos al meternoh’ en el agua-, porque aura es la nuestra; acordate lo que te’igo.-Atravesamos despacito, y saliendo al lao Sur, don Santos se apió, sin meter bulla y hablándome muy calladito, me mandó que juera adelante con los dos fletes, y lo esperara por el camino. Me dijo que el hombre no podría verlo acurrucao ay, a la orilla’el arroyo, y creyendo que no había peligro, atravesaría, para recibir el trabucazo a dos pasos de distancia.

-Jué un mal rato el que pasé entonces; ay estaba yo solito mi alma, esperando a don Santos, y con el jesús en la boca, a gatas atreviéndome aresollar, mirando a la escuridá, asustao’ e aquelbulto blanco, que parecía un ánima en pena, yaguzando el oído, pa sentir el tiro. Le pedía a la Virgen Santísima que enderezara el trabucazo haciéndolo dentrar derechito en el corazón d’ese malvao, y que nos libra-ra’e él. No hubo tiro, ni nengún sonido; pero al ratito se oyó el, ruido’e el chapeao y el estampido de pisadas de caballo, que luego se alejaron.

Tal veh’ el hombre tendría sus sospechah’ en que andaba don Santos, y había dejao de perseguirnos, y se había güelto.

-No ricuerdo más de ese viaje, que acabó en El Ombú cuando empezaban a cantar los gallos,eceto que durante la noche, don Santos me pasó una lonja alrededor de la cintura y me ató al recao por delante y por detrás, pa que no me cayera cuando me quedaba dormido.

III

-Ricuerde, señor, que estoy hablando’ e cosas que pasaron cuando yo era chico. Los ricuerdos que me quedan de esos tiempos son pocos, y están desparramaos como los pedazos de tejas y fierromogoso que usté encuentrará medio enterradoh’entre los yuyos ay ande estaba la casa; pedazosque una vez formaron parte’e el edificio. Algunos trances, algunas caras y voces, ricuerdo, pero no podría’ecir en que año. Ni tampoco puedo’ecir cuántoh’ años habían pasao dende la muerte’e misia Mericie y de la visita al convento. Bien pueden haber sido muchoh’ o pocos. Habían habido invasiones, habíamos tenido guerras con el estranjero y con los salvajes, habíamos ganao nuestra independencia y había pasao muchas cosas más, Él, don Santos, a quien Dios había hecho tan juerte, tan noble y tan corajudo, estaba más viejo y con el pelo toito blanco cuando le cayó encima aquella gran alversidá. Y todo jué por causa’e un esclavo, de un mozo que había nacido y se había criado en El Ombú, y que había sido el favorito’el patrón. Pues, asigún dicen criamos cuervos pa que nos saquen loh’ ojos. Pero no via’ecir nada contra ese pobre muchacho que jué la causa de aquella calamidá, porque no jué toda culpa de él. Parte’e el mesmo demonio y un carácter muy arrebatao. Y quien sabe tamién si no habría llegao, el tiempo en que El que reina sobre todas las cosas le diría: “¡Mirá, Santos!”, te vi a plantar el pie encima y te pondrás como un zapallo cimarrón a fines de verano, cuando se ponen más secos que una cáscara e güevo y se quebran tan fácilmente.

Ricuerde que había esclavos en esos días, y también que había una ley que fijaba el precio’e cada hombre, juera joven o viejo, ansina que si un esclavo iba ande su patrón con la plata en la mano y le ofertaba el precio’e su libertá, dende ese mesmo momento quedaba libre. No importaba que su patrón no quisiera; tan pareja era la ley.

-Don Santos sabía’ecir, cuando hablaba’ e suh’ esclavos: “Éstos son mis hijos y me sirven porque me quieren y no porque sean esclavos; y aura mesmo les ofertara su libertá a cualquiera d´ellos, no la acetaría.” Él sólo les vía la cara, no el corazón.

-Su favorito era Melitón; negro pero bien parecido, y aunque era sólo un mozo, tenía autoridá sobre todos los demás; y se vestía bien y montaba los mejores pingos de su patrón y tenía fletes propios. Pero nunca jamás se dijo de él que hubiese alcanzao esa posición a juerza’e halagos o mentiras. Al contrario, todos lo querían, aun los que estaban bajo suh’ órdenes, por su güen corazón y su manerae ser; era siempre cariñoso y alegre. Era de aquellos que no importa lo que hagan, lo hacen mejor que otros; cualquier cosa que quisiera su patrón, ya juese correr uno e sus parejero en una carrera, o hacer domar un redomón, enlazar un flete, o hacer riendas, un rebenque o una cincha, o tocar y cantar en la vigüela, bailar un pericón, siempre era Melitán. Melitón pacá, Melitón paya. No había naides como él.

-Aura este muchacho, en el fondo’e su corazón, tenía un gran deseo que había guardao en secreto, y pa ello había ahorrao toita su plata; por último, jue un día ande don Santos con un puñao’e oro y plata en la mano y le’ijo: -Mire,mi patrón, aquí tiene el precio’e mi libertá; tómelo y cuenteló, y vea que esté justo, y déjeme quedarme en El Ombú pa servirlo de aquí en adelante sin paga; pero ya no sere mah´esclavo.”

-Don Santos tomó la plata en la mano y dijo: “¿Jué pa esto, entonces, que aurraste, cachafás, aun la plata que te di pa que gastaras y te divirtieras con ella, y la plata que ganaste vendiendo loh’ animales que yo te di… aurraste pa esto? ¡Ingrato, tenés el corazón más negro que tu cuerol ¡Tomá tu plata y mandate mudar y nunca jamás cruces mi camino otra vez si deseát vivir muchos años!” En diciendo esto le tiró’el puñao’e oro y plata en la cara con tal juerza que se la cortó, dejándolo medio aturdido al pobre. Melitón se golvió bambaliando hacia su flete, montó y se jué sollozando como un nene, mientras que le chorreaba la sangre por la cara.

-Al poco tiempo se jué de estos pagos a vivir en Las Víboras, al lao’el río Vecino, al sur de Dolores, y ay aprovechó su libertá pa comprar animales gordos, vendiéndolos después en la feria, y durante doh’ años le jué muy bien, y todo bicho, pobre o rico, era su amigo. Pero no era feliz, porque su corazón se mantenía siempre fiel y amaba a su viejo patrón, que había sido como un padre con él, y sobre todas las cosas quería ser perdonao. Y, por último, un día, esperando que ya se le habría pasao el enojo a don Santos y que tendría gusto’e verlo otra vez, vino a El Ombú y preguntó por el patrón.

-El viejo salió’e la casa y lo saludó alegremente: “¡Vaya, Melitón -dijo riendo-, has güelto, a pesar que te previne que no hicieras. Apeate pa darte la mano otra vez.”

-El otro, feliz, pensando que lo había perdonado, se apió y le alargó la mano. Don Santos se la tomó y la aprietá con tanta juerza, que el mozo gritó’el dolor, y encegao por sus lágrimas, no vido, que su patrón tenía un gran trabuco en la mano izquierda, y que le había llegao su último momento. Ay mesmo cayó muerto, atravesao el corazón.

-¡Mire ay, señor, ande estoy apuntando, a unos veinte pasos máh’ allá de ande cai la sombra’e el ombúl ¿Ve ese yuyo verde escuro con una florcita amarilla, con tallo largo, que crece ay, en el pastito? Fue ay, ande crece esa florcita, que cayó el pobre Melitón, y ande lo dejaron, toito ensangrentao, hasta las doce’e el día siguiente. Porque naides se atrevía a tocar al dijunto hasta que juese avisao el alcalde y se hubiese hecho la indagación.

Don Santos había montao su caballo y se había ido sin decir palabra,, tomando el camino pa Güenoh’ Aires. Había hecho algo por lo que tendría que pagar muy caro, porque, al fin y al cabo, una vida e’ una vida, sea’el cuero blanco o negro, y nengún’ombre puede matar a otro a sangre fría y escapar la pena. La ley no respeta personas, y cuando el que comete un crimen eh’ ombre platudo, tiene que contar con que loh’ abogaos y jueces, y todos los que apoyan su causa, lo sangren bien antes que le consigan él perdón.

-A don Santos no le importaba un pito todo eso, pueh’ abía cumplido su palabra y había satisfecho al demonio que tenía metido en el corazón. Pero no estaba pa quedarse tranquilamente en suestancia y ser llevao preso, ni tampoco iba a entregarse a la justicia que tendría que meterlo en el calabozo, y pasarían meses y meses antes que lo soltaran. Eso, pa él, habría sido como si lo estuviesen sofocando; pa hombres como él, el presidio es como una sepoltura. Mejor sería dir a Güenoh’Aires -pensaría él pa sus adentros- y embarcarse pa Montevideo, y dende ay haría las gestiones y esperaría hasta que se hubiera arreglaotodo y pudiera golver otra vez a El Ombú.

-Se llevaron el cadáver de Melitón y lo enterraron en el campo-santo’e Chascomús. Cayó la lluvia, y lavó las manchas coloradas en el suelo. En la primavera golvieron otra vez las golondrinas, y hicieron sus nidos bajo loh’ aleros; pero don Santos no golvió, ni tampoco recibimos noticias fidedignas de él. Decían algunos -no sé si juera cierto o no- que el abogao que lo defendía y el juez de primera instancia que tenía el caso, habían peleao entre ellos mesmos, al repartirse la plata, y siendo platudos los dos, se habían olvidao’el viejo, que esperaba mes tras mes el perdón, que nunca le llegó.

-Mejor pa él, si nunca supo cómo había caido en ruina El Ombú, durante el tiempo tan largo que había estao ausente. No había naides que tuviera autoridá; loh’ esclavos, dejaos a ellos mismos, se jueron, y no había naides que loh sujetara. En cuanto al ganao y los caballos, jueron soplaos, como el panadero del cardo, por el viento, y todo cristiano podía pastar auh’ ovejas y su hacienda vacuna en la estancia.

-Durante un cierto tiempo, la casa estuvo a cargo e un hombre nombrao por la autoridá; pero, poco a poco, jueron disapareciendo los trastos de la casa, y, por último, jué abandonada, y durante mucho tiempo no se pudo encontrar a naides que viviera en ella, a causa de lah’ ánimas.

IV

-Vivía en ese tiempo, a unas cuantas leguas de El Ombú, un tal Valerio de la Cueva; era un hombre pobre, que no tenía mah’ acienda que una pequeña majada de unas trescientah’ o cuatrocientah’ ovejas y unos cuantos fletes. Lo habían dejao construirse un pequeño rancho, ande pudiese cubijarse él, su mujer, la Donata, y el único hijito, que se llamaba Bruno; y pa pagar el pastoreo’e sus poca,o ovejas, ayudaba en las faena. d. la estancia. Este pobre hombre, oyendo hablar de El Ombú, ande podía tener casa y un poco’e terreno’ e balde, se ofertó’e inquilino, y, por último llegó con su mujer, el chico y su pequeña majada de ovejas, y toitos sus trastos -un catre, doh’tres bancoh’, una olla y una pava, y tal veh’ otras pocas cosas-. Jamah’ abía conocido El Ombú pobreza como la suya; pero todos los demáh’ habían tenido miedo’e vivir ay, a causa’e su ma nombre, ansina que se la dejaron a Valerio, que era un pajuerano.

-Dígame, señor: ¿se ha encontrao usté alguna veh’ en su vida con un hombre que tal vez jueray hasta rotoso, y que, sin embargo, cuando pobre, lo ha mirao y tratao, se -ha dicho pa auh’ adentros: “Éste eh’ un hombre como no hay otro en el mundo. Tal veh’ al levantarse y salir pa juera alguna clarita mañana e verano, miro al sol, cuando salía, y vido un ángel sentao en él, y mientras miraba, algo de ese ángel le cayó encima y se le metió dentro, y ay se quedó.”? Tal era Valerio. No he conocido a naides como él.

“-Güeno, amigo Nicandro-sabía’ ecir- sentémonoh’ a la sombra y fumemoh’ un cigarrillo, mientrah’ ablamos de nuestroh’ animales. Bajo este viejo ombú no hay política, ni ambicioneh’,este intrigah’ o mala voluntá, no hay amargura, eceto en estah’ ojas verdes. Son nuestros laureles, estah’ ojas de ombú. Feliz vos, Nicandro, que jamáh as conocido la vida de poblao. ¡Ojalá que yo tamién hubiese visto la luli’ en estas tranquilas llanuras, bajo un techo’e totora. En un tiempo yo usaba ropa fina y pilcha de oro, y vivía en una casa muy grande, ande teníamos muchos sirvientes. Pero nunca he sido feliz. Cada flor que he tocao, se ha güelto’una ortiga pa ortigarme. Tal veh’ el Maldito, que me ha perseguido toita mi vida, viéndome aura tan humillao y amigo’e los pobres, me haiga dejao y se haiga ido. Sí; soy pobre, y esta ropa rotosa que me cubre besará, porque no luce como seda o bordaos de oro. Y esta pobreza que he hallao, guardaré como cosa muy preciosa, y se la dejaré a m’hijito cuando muera. ¡Porque con ella hay tranquilidá…”

-No duró mucho esta tranquilidá, porque cuando la alversidá ha escogido a un hombre pa hacerlo su presa, lo sigue hasta el último, y no se escapará aunque güele hasta las nubes, como el chajá, o se meta bajo tierra, como un peludo.

-Do’ años había estao, Valerio en El Ombú, cuando la indiada’e la frontera Sur nos pegó un malón. No había juerza que le hicieran frente; los doscientoh’ hombres estacionados en la Guardia del Azul, habían sido sitiadoh’ en el juerte por algunos de loh’ invasores, mientras que la mayor parte’e loh’ indios estaban barriendo toito el paíh’ a la redonda’ el ganado y los caballos. El comendante en Chascomús recibió una orden’ urgente, pa que mandara una comisión de unos cuarenta milicos; entonces yo, un mozo’e veinte años, juí avisao pa que me presentara en la comendancia, pronto pa marchar. Ay encontré que Valerio tamién había sido citao, y dende aquel momento anduvimos siempre juntos. Dos días después llegamoh’ a el Azul, habiéndose retirao loh’ indios con su botín, y cuando llegaron toitas las comisiones de los distintos partidos, el comendante, un tal coronel Barbosa, se puso a perseguirlos, con unos seiscientoh’ ombres.

-Se sabía que cuanto se retiraron loh’ indios, se habían repartido en varios grupos, y que éstos habían rumbiado pa diferentes direcciones, y se pensó que estos grupos golverían a juntarse mas tarde y que la mayor parte enderezarían pa sus tierras, pasando por Trenque Lauquén, a unas setenta y cinco leguas al Oeste’el Azul. El plan de nuestro coronel era’e dir ligero a ese lugar y esperar la llegada de loh’ indios. Era imposible que ellos e torbaos por los millares de cabezas de ganao que habían recogido, pudiesen andar ligero mientras que nohotros no teníamos nada que noh’ impidiera, siendo lo’h’ únicoh’ animales que arriábamos nuestros propios fletes. Serían unos cinco mil pero llevábamos muchas yeguas baguales pa nuestra comida. No tuvimos otra cosa’e comer sino carne e yegua.

-Estábamoh’ en pleno invierno, y jamah’ e conocido pior tiempo. Jué en ese desierto que vide por primera veh’ aquella cosa blanca que llaman nieve, cuando la lluvia güela, como hojitas de algodón, sopladas por el viento, enllenando el aire y blanqueando toita la tierra. Toitos los días, dende el amanecer hasta que se dentraba el sol, andábamoh’ empapaoh’ echoli’ una sopa, y por la noche no había ande guarecerse del viento y la lluvia; tampoco podíamoh’ acer juego con el pasto y las totorah’ empapadas, y leña no había, ansina que tuvimos que comer la carne’e yegua cruda.

-Pasamos tres semanas en ese infierno, esperando a loh’ indios y buscándolos, con las sierras de Cuaminí a veces al sur de nohotroh’ y a veceh’a nuestra mano izquierda. Parecía como que la tierra se hubiese abierto y se loh’ ubiera tragao. Nuestro coronel estaba desesperao, y nohotroh’ empezábamoh’ a tener esperanzas que nos llevara degüelta pal Azul.

-En este trance, uno’e loh’ ombres, que tenía ropa muy delgada, y había estao tosiendo, se cayo el caballo, y entonces vimos que probablemente moriría, y que, en todo caso, tendríamos que deijirlo atrás. Viendo que iba a morir, nos rogó a los que estábamos con él que ricordáramos, cuando estuviésemos de güelta en nuestros pagos, que él había muerto en el desierto y que su alma estaba penando en el purgatorio, y que le dieran algo a los flaires pa que le procurasen algún alivio. Cuando su oficial le preguntó quiénes eran sus parientes, y ande vivían, retrucó que no tenía a naides que le perteneciera. Dijo que había pasao muchos años cautivo entre loh’ indios, en Salinas Grandes, y que a su güelta no había encontrado nenguna parentela en el pago ande había nacido. Contestando otras preguntas, dijo que cuando nino, loh’ indios, una vez, cuando invadieron el país cristiano, en pleno invierno, se lo habían llevao, y que cuando se jueron de ay, en vez de golverse a sus tolderías, habían enderezado pá’l Este, pa la costa, y habían acampao en un llano, al lao’e un pequeño arroyo llamado Curumanuel, en Los Tres Arroyos, ande había leña y agua dulce, y güen pasto pa’l ganao, y ande hallaron muchoh’ indios, la mayor parte chinas y sus chicos, que se habían juntao ay pa esperarlos; y ay se quedaron hasta la primavera.

-El pobre paisano murió esa noche, y recogimos piedras y lah’a-montonamoh’ encima’e su cadáver, pa que no se lo comieran los zorros y caranchos.

-Al clariar el día, a la mañana siguiente, nos pusimos en marcha, galopiando p’ande sale el sol, porque nuestro coronel había risuelto buscar a loh’ indioli’ en ese lugar tan lejos, cerca’ el mar, ande se habían escondido’e sus perseguidores tantoh’ añoh’ endnantes. Eran unas setenta leguas, y tardamos unos nueve días. Y, por último, en una honda cañada cerca’el mar, nuestros esploradores encontraron; marchamos de noche, hasta llegar menos de una legua’e su campamento, y podíamos ver sus juegos. Descansamoh’ ay cuatrohoras, comiendo carne cruda y cada uno echando una siestita. Entonces se noh’ ordinó que contáramos nuestro mejor flete, y nos formásemoh’ en media luna, pa poder arriar la caballada, echándola por delante. Una vez montaos, el coronel nos dirigió la palabra: “Muchachos -dijo-, ustedes han sufrido mucho, pero aura la victoria ¡está en nuestras manos, y no perderán su recompensa. Toitos los prisioneros que ha an y toitos los millares de caballos que consigamos recobrar, se venderán en subasta pública a nuestra güelta, y lo quese saque d’ellos se repartirá entre ustedes.”

Entonces dio la orden de marchar, y caminamos calladitos, como una media legua, y llegando a la orilla’e la cañada, vimos que estaba toita negra con el vacuno, y lo’h’ indios durmiendo en sus tolderías; y en el mismo momento en que salía el solde la mar y la luz de Dios alumbraba la tierra, noh’ arrojamos gritando como unos condenadoh, entre ellos. Al tiro, empezó esa mar de animales espantaos a záfar en toitas direcciones, bramando y haciendo temblar la tierra con sus pisadas.

Nuestra tropa’e caballos, animadas por nuestros gritos, luego llegó a la tolderíah’ e los indios, y ellos, corrienda pacá y payá, tratando’ e escapar, jueron lanciados y cortaos por nuestras latas. Sólo teníamoh’ un deseo en nuestros corazones, un grito en nuestros labios: ¡matar!, ¡matar!, ¡matar! Hacia mucho tiempo que no se había conocido una matanza como ésa, y los caranchos, zorroh y peludod deben haber engordado con la carne’ e los salvajes muertos que les dejamos. Pero sólo matamoh’ a lo’h’ ombres, y pocos se escaparon; a las chinas, con sus chicos, lah’ icimos presas.

-Demoramos dos díah’ en rejuntar el ganao y los caballoh’ -habían como diez mil cabezas- desparramaos por toitas partes; entonces, con el botín, enderezamos pa’ el Azul, ande llegamoh’ a fines de agosto. Al día siguiente que llegamos, juimos divididoh’ en grupos, y cada uno, por turno, se presentó a la casa’el coronel pa recebir su paga. El grupo’e Chascomús jué el último, y cuando nos presentamos, cada paisano recibió dos meses de paga; entonces el coronel salió p’ajuera, y nos dio las gracias por nuestros servicios, y dio orden que entregásemos nuestrah’ armah’ en el juerte y nos golviéramoh’ a nuestros pagos, cada paisano a su rancho.

“-Hemos pasao juntoh’ algunas noches fríah’, en el desierto, vecino Mariano -dijo Valerio, riéndose, pero hemos comido bien, con aquella carne’e yegua cruda, y aura, de yapa, hemos recibido plata. ¿Qué más quiere uno? ¡Con toita esta plata podré comprarle un par de zapatitos nuevo a Brunito! ¡Valiente chiquilín! Me parece ya verlo tambaleando entre los cardos, buscando han puesto las gallinas, pa su malos güevos que mita, y lastimándose su pobres patitas con láh’ espinas. Si sobra algún güelto, le compraré algunos dulces.”

-Pero loh’ otros, cuando llegaron al juerte, empezaron a rezongar a toda voz del tratamiento habían recebido; entonces Valerio les dijo que jueran hombres; que si no estaban contentos, se lo dijeran al coronel, y ordenó que se quedasen callaos.

“-¿Querés vos, Valerio, hablar por nosotros?, le preguntaron. Y consintiendo él, todos golvieron a recoger suh’armas y lo siguieron a la casa’el coronel.

-Barbosa escuchó con atención a los que le dijieron, y contestó que lo que pedíamoh’ era muy justo. Las chinah’ y el ganao estaban en manos de un oficial nombrao por la auto’ridá, y que se venderían en subasta pública en unos pocos días más. Les dijo que se golvieran aura al juerte y entregaran suh’ armas, y que dejaran a Valerio con él, pa que le ayudara a preparar una demanda hecha en debida forma, por lo que les tocaba del botín.

Nos retiramoh’ otra vez, vivando a nuestro coronel. Pero a gatah’ entregamos nuestrah’ armas en el juerte, cuando se nos ordinó severamente que ensillásemos nuestros fletes y nos mandásemos mudar. Yo juí con loh’ otros, pero viendo que no noh’ alcanzaba Valerio, golví p’atrás, pa buscarlo.

-Esto es lo que había pasao. Quedando solo en manos de su enemigo, Barbosa le había quitao lah’ armas y ordinho a sus soldados que lo sacaran al patio y le pegaran, una estaquiada. Loh’ ombres titubiaron en obedecer una orden tan cruel, y esto le dio tiempo a Valerio p’hablar: “Mi coronel , dijo él, usté le da una tarea muy dura a estos pobreh’ ombres, y mi cuero, cuando me haigan cueriao, no tendrá nengún valor, ni pa usté ni pa ellos. Digalés que me lanceen o me degüellen, alabaré su güen corazón.

“-No perderás ni el cuero ni tampoco morirás -retrucó el coronel-, porque almiro tu coraje. Agarrenló, muchachos, y estaqueenló y peguenlé unos doscientos rebencazos; entonceh’ arrástrenlo a la carretera, pa que se sepa que se ha castigao su conducta insubordinada.

“-Obedecieron la orden y lo tiraron al camino. Un pulpero’el lugar lo vido ay tendido, como muerto, con los caranchos revoloteando sobre él, atraídos por el cuerpo enlleno’e sangre; el güen hombre se había compadecido y lo estaba curando, cuando lo hallé. Ay estaba tendido el pobre, boca abajo, sobre una pila’e ponchos, medio muer-to’e dolor, y sus sufrimientos jueron terribles esa noche; pero cuantito no más amaneció, insistió en que nos juéramos al tiro pa Chascomús. Cuando su dolor era más juerte, haciéndolo quejarse, el quejido, cuando me daba la cara, se golvía risa. “Sos demasiado blando’e corazón pa este mundo en que vivimos, Nicandro -decía-. No te aflijás, amigo. He probao ya la justicia y la misericordia’e loh’ ombres. Hablemos más bien de cosas más agradables. ¿Sabés vos que hoy eh’ el primero’e setiembre? Ha güelto la primavera; aunque a gatas, lah’ emos sentido por estas tierras del Sur, ande hace tanto frío. Con nohotroh’ ha sido todo invierno, sin el calor del solcito o’el juego, y sin flores, y el canto’e los pajaritos. Pero aura estamoh’ enderezaos pal Norte; en unos cuantos días más nos sentaremoh’ otra veh’ a la sombra’el viejo ombú; todo nuestro trabajo y el sufrimiento, terminao, y escucharemoh’al mangangá zumbando entre lah’ ojas, y al grito’el bienteveo. Y lo que es mejor, Brunito vendrá andecon sus manitos enllenas de margaritas coloradas. Tal vez vos, tamién, Nicandro, seás padre en unos pocos años más, y sabrás lo qu’es oír hablar a tu chico, aunque diga sólo disparates. ¡Pero vamos caminando; hemos ya descansao bastante tiempo, y entoavía nos faltan muchas leguas de camino!”

-Eran sesenta leguas por el camino; pero algo, se ganaba dejándolo, y era más suave pa Valerio, cuando los fletes pisaban sobre el pasto. Galopiar o trotar era imposible, y aun al tranco tenía yo, que estar a su lao, pa apoyarlo con el brazo, porque tenía toita la espalda herida y chorreándole la sangre, y no podía hacer nada con las manos, y tenía todas las conyunturas hinchadas con la estaquiada que le habían pegado. Cinco días estuvimos caminando, y día a día se ponía máh’ y más débil; pero por nada quería descansar; mientras duraba la luz del día, seguía caminando, y a medida que avanzábamos al tranco, conmigo sosteniéndole, se quejaba’el dolor, y al mesmo tiempo se raiba y empezaba a hablar de cuando llegára moh’ al fin del viaje y del gran gusto que tendría de ver a su mujer y a su chiquilín otra vez.

-Llegamoh’ a la tarde’el quinto día. La vista’ el ombú, que habíamos tenido por delante hacía horas, lo agitó mucho; me rogó, casi con lágrimah’ en loh’ ojos, que hiciéramos galopiar nuestros fletes; pero lo habría matao y no quise hacerlo.

-Naides nos vido arrimarnoh’ al rancho; pero la puerta estaba de par en par, y cuando llegamoh’ a unos veinte pasos, oimos la voz de Brunito, que le hablaba a su mama. Entonces, redepente, Valerio se dejó cair del caballo, antes que yo pudiera apiarme para ayudarlo y dio unos pocos trancos tambaleando hacia la puerta. Alcanzándolo, lo oí gritar “¡Doriata! ¡Bluno! ¡Ay,que mih’ ojos los vean una vez más! ¡Otra vez nomás! ¡Un besito siquiera!” Jué sólo entonces que lo oyó su mujer, y corriendo p’ajuera, lo vido cair y con una última boqueada, murió ay mesmo, en mis brazos.

-¡He visto muchas cosas raras y terribles, señor; pero nunca una más triste que ésa! Digamé, ¿cuentan los libros de estas cosas? ¿Las sabe el mundo?

-Valerio estaba muerto. ¡Él qu’ era tan corajudo, tan generoso, aun en su pobreza, de espíritu tan noble, y al mesmo tiempo tan suave! ¡Las palabras d’él me habían sido más dulces que la miel! No digo nada’e lo que jué su muerte pa lo demás -pa esa pobre mujer, la madre de su único hijito, Bruno-. Hay cosas, señor, que es mejor no mentar,

o sólo preguntar: ¿Noh’ abrá olvidao? ¿Sabrá Él?” Pa mí la pérdida jué muy, muy grande; porque era mi amigo, el hombre al que amaba más que a todos los demás, y que me haría más falta que cualquier otro, aun más que don Santos Ugarte, al que nunca le vería la cara otra vez.

-Porque él también estaba muerto.

-Y aura que -he vuelto a mentar el nombre’e ese hombre, que jué en su tiempo famoso en este partido, dejemé, antes de seguir la historia’e El Ombú, contarle cómo acabó. Lo supe de casualidá mucho tiempo después que lo tragara el hoyo.

-Era la costumbre’el vicio en esa casa al otro lao’el Río’e la Plata, ande tenía que vivir, de dir todos los días a la orilla’el agua. Ay pasaba largas horas, sentao en las toscas, siempre con la cara dada güelta pa Güenoh’ Aires. Estaba esperando, siempre esperando el indulto, que, tal vez le llegaría algún día, cuando estuviera de Dios. Estaba pensando en El Ombú, pues de qué le servía la vida a él en ese país extraño, lejos de su estancia. Y esas ganas de volver a El Ombú, y tal vez tamién su rimordimiento, le habían dao a su cara, asigún contaban, una expresión que daba miedo, porqué era como la cara’e un dijunto, de uno que ha muerto con loh’ojoh’ abiertos de par en par.

-Un día, algunos boteros, en la playa, notaron don Santos estaba sentao muy ajuera, en lasque d toscas, y que cuando subió la marea no se quitó de ay. Se quedó sentao, hasta que le llegó el agua hasta la cintura, y cuando lo salvaron del peligro, y lo trujieron a tierra, los miraba con ojos fijos, como un gran lechuzón blanco, y hablaba’e un modo muy raro.

“-Hace mucho frío y está muy oscuro -dijo-, y yo no puedo verles la cara; pero tal vez ustedes sepan quien soy yo. Soy Santos Ugarte’e El Ombú. Me ha pasado una gran desgracia, amigos. Hoy, estando enojao, maté a un pobre mozo, al que amaba como a un hijo…; ¡a mi pobre Melitón! ¿Por qué no haría caso él de mi amenaza? ¿Por qué se pondría en mi camino? ¿Pero pa qué hablar de eso aura? Después de matarlo monté mi caballo y me juí, pensando dir a, Güenoh’ Aires, pero por el camino me arrepentí’e lo que había hecho y golví p’atrás. Con mis mesmas manos -dije pa mis adentros- tomaré el cuerpo del pobre Melitón y lo llevaré pa dentro’e la casa y llamaré a mis vecinos pa que lo velen con migo. Pero, señores, me agarró la noche y el Samborombón estaba muy crecido con las lluvias, como sindudamente ustedes han oído, y el cruzarlo a nao, perdí mi flete. No sé si se augaría.

Demen, ¡por Dios!, un nuevo caballo, amigos, y muestrenmé el camino pa El Ombú, que Dios se lo pagara.”

Se quedó con esa idea metida en la cabeza hasta el último…, hasta que murió pocos días después.

V

-Señor, cuando me siento aquí y ricuerdo estas cosas, a veces pregunto pa mis adentros: “Mirá, viejo, ¿por qué venís pacá a sentarte a la sombra’e este árbol, cuando no hay en toita la pampa un lugar más triste o lleno’e amargura?” Y me digo: “Pa uno que ha vivido mucho tiempo, no hay casa ni pedazo’e terreno cubierto de pasto, y yuyos, ande ha habido un rancho y vivido gente, que no sea lo mes-mo’e triste. Porque esta tristeza está en nohotros mesmos, en el ricuer-do’e otros días, que nos sigue por toitas partes. Pero p’al niño no hay pasao; nace al mundo alegre como un pajarito; pa’él hay alegría en toitas partes.”

-Ansí pasó con Brunito, entoavía demasiado chico pa sentir la pérdida’e su padre o pa ricordarlo mucho tiempo. Jué porque quería tanto al niño, que la Donata pudo vivir después de pasar por terrible. Nunca se jué e El Ombú.

La estancia estaba hipotecada, ansina que no se podía vender, y la Donata se quedó viviendo en la casa sin que naides la estorbara. La compartía aura con un vicio y su mujer, que siendo pobres y teniendo unos pocoh’ animales, estaban muy contentos de tener un lugar ande podían cubijarse sin pagar arriendo. El hombre, que se llamaba Pascual, cuidaba lah’ ovejas de la Donata, al mesmo tiempo que las suyas, y tamién sus pocas vacas y caballos. Era un viejo simple y bonachón; tenía sólo una falta, su flojera, el juego y su afición a empinar la limeta. Pero eso poco importaba, porque, cuando jugaba, siempre perdía por estar envinao, ansina que cuando tenía plata luego la tiraba.

-Jué el viejo Pascual que primero montó a Brunito a caballo y le enseñó a seguir tras lah’ ovejas y a hacer otra porción de cosas. El chico era como sus padres, muy güen mozo, con pelo negro medio crespo y con loh’ ojos tan vivos como los de un pajarito. No era raro que la Donata lo quisiera como jamáh’ habría querido madre a un hijo, pero a medida que jué creciendo, siempre estaba con cuidao que juera oír de cómo murió su padre y del que había causao su muerte. Sabía que el sentimiento más peligroso eh’ el de la venganza, puesto que cuando se mete en el corazón de un hombre, echa juera a todos los demás, güenoh’ o malos, y que todo parentesco o intereses, y todo lo que se diga, es enteramente al ñudo, y que, por fin, lo arruina a uno. Muchas veces me habló de esto, pidiéndome con lágrimah’ en loh’ ojos que nunca le hablara de mi finado amigo a Bruno, por temor que descubriera la verdá y se enjureciera su corazón.

-La Donata había acostumbrao cada día, dende la muerte’e Valerio, de tomar una jarra’e agua, fresquita’e el pozo, y redamarla en el suelo, en el mesmo lugar ande había caído muerto, sin ver a su mujer y a su chico, ni recibir’ ese beso que había pedido. ¿Quién podrá’ecir qué jué lo que la hizo hacer eso? Una gran pena es como un desvarío, y a veces nos trae pensamientos raros y noh’ ace portarnos como locos. Puede ser que haiga sido porque la cara’el muerto, como ella la vido primero, pálida y’e color de ceniza, tenía la epresión de una sequía que daría todo por un traguito’e agua fresca; y lo que había hecho en esos días de sufrimientos, de desvaríos, había seguido haciendo.

-Como el lugar ande echaba esa agua todos los días estaba sólo a unos pocos pasos de la puerta’e la casa, se había endurecido como un ladrillo, pisao por los pies de Dios sabe cuántas generaciones de hombres y por los pisoteos de caballos que llegaban todos los días a la puerta. Pero después de haberlo regao mucho tiempo empezó a aparecer un poquito’e verde; era como una enredadera, con una ojitas redondas que parecían de malva y unas florcitas blancas como colleras de porcelana. Cundió eso y se veía como una alfombra’e pasto sobre ese suelo seco; y todo el año se mantenía verde, verde como una esmeralda, hasta en el tiempo’e calor, cuando el pasto estaba muerto y seco y la pampa del color de un trapo amarillo desteñido.

-Cuando Bruno tenía unos catorce años, juí un día a ayudarle a hacer un chiquero pa lah’ ovejas, y cuando por la tarde lo acabamos, dentramos ala casa a tomar mate. Antes de entrar, al llegar a este pastito, Bruno dijo: “Mirá, Nicandro, ¿has visto en tu vida un lugar tan verde como éste, tan blando y fresco, ande uno puede echarse cuando tiene calor y está cansado?” Entonces se echó a suh’ anchah’ en el pasto, y, tendido: de espaldas, miró p’arriba a la Donata, que había salido ande estábamos, y le dijo riendo: “¡Ay,mamita’e mi alma! Mil veces te habré preguntao por qué echabas agua en este lugar todos los días, y no querías decirme. Aura lo sé; Todo’era pa ‘hacerme un lugar blandito y fresquito ande echarme cuando golvía cansao y acalorao después de mi trabajo. ¡Mirá!, parece una cama con una colcha’e tercio pelo verde con blancoá tráeme aura poco’e agua, mamita mía, y echamelá en la, cara, que la tengo acalorada y toda enllena’e polvo.”

-Ella tamién se rió, la pobre, pero yo podía ver las lágrimas que asomaban a suh’ojos…, lah’ lágrimas que siempre tomaba güen cuidado qu’él no viera.

-Ricuerdo toito esto como si juera ayer; ya parece que lo estoy viendo y oyendo todo; la risa’e la Donata y las lágrimah’ en suh’ ojos, que Bruno no alcanzaba a ver. Lo ricuerdo tan bien porque jué casi la última vez que la vide ante que tu. viera que dirme de ay, porque mi ausencia jué larga. Pero antes que hable de ese cambio, le vi’a decir algo que pasó en El Ombú, como doh’ añoh’ endenantes, que le trajo una nueva felicidá a la pobre Donata.

Tocó la casualidá que entre los que vinieron y se quedaron en la estancia sin derecho pa ello y sin que hubiera naides que se los prohibiera, había un paisano que se llamaba Sánchez, que se había hecho un ranchito como a media legua’e la casa vieja, y tenía una majada’e ovejas. Era viudo tenía una hijita, una chicuela llamada Mónica. El tal Sánchez, aunque era pobre, no era güen hombre, ni tenía compasión en su corazón. Era ura jugador y andaba siempre. juera’e su rancho, dejando suh’ oveja, al cuidao’e la pobre Mónica. Esto era muy cruel en el invierno, cuando hace frío y está malo el tiempo; y ella sin siquiera un perro que la ayudara, a patita pelada entre los cardales, muchas veces muerta’e miedo’el ganao tenía que pasar toito el santo día al raso. Más de una vez, de noche en el invierno, lloviendo y con mal tiempo, la encontraba a la pobrecita arriando a lah’ ovejas pa la casa, llorando amares. Me dolía más por ser ella bonita; nadies podía dejar de ver su lindura, aunque andaba toda rotosa, y su pelo negro estaba hecho una porra, como las clines de un flete que ha estado pasteando en un abrojal. En tal trance la he levantao y montao en el recao por delante y le he arriao suh’ oveja a la casa, y he dicho pa mis adentros: ¡Pobre ovejita sin madrel Si jueras mía te sentaría entre los cuernos de la luna, pero, ¡pobre desgraciada!, el que llamás padre no tiene compasión.”

-Por último, Sánchez hallándose sin plata, en el mesmo momento en que iban cayendo forasteros a Chascomús de todas partes pa ver una gran carrera, y no queriendo perder esa oportunidad’e eganarse una pila’e plata, vendió suh’ovejas, no teniendo otra cosa’e más valor que vender. Pero en vez de ganar, perdió, y entonces, dejando a Mónica en el rancho’e un vecino y prometiendo golver a buscarla en unos pocos días más, se jué y nunca golvié.

-Jué entonces que la Donata ofertó tomarla y criar la güerfanita como si juese suya, y ví’a decirle, señor, que la mesma madre’e la Mónica, que estaba muerta, no podría haberla tratao con más cariño o querido más. Y esa precíosura había sido como hijita’e la Donata, y la compañera’e Bruno en todos sus juegos, ya dos años, cuando yo juí citao, y no los vide más ni tuve noticias d’ellos durante cinco años, los cinco años más largos de mi vida.

VI

-Tuve que dirme porque necesitaban hombres pal ejército, y me tomaron. Estuve ausente, como iba diciendo, cinco años, y los cinco habrían sido diez, y los diez veinte, si hubiera vivido tanto tiempo, a no ser por una lanciada que me pegaron en la pierna, que me dejó rengo pa’l resto de mi vida. Por eso jué que me’ejaron libre y a eso debo mi felih’ escapada de aquel purgatorio. Cuantito estuve’e güelta en estas llanuras ande primero vide la luz del cielo, dije pa mih’ adentros: “Ya no puedo ponerme’e un salto, liviano como un pajarito, sobre el lorno’e un bagual y rairme’e suh’ ejuerzos pa librarse’e mí; ni tampoco puedo echarle el lazo a un caballo o toro que esté corriendo, y enterrando mis tacoh’ en la tierra, sujetarlo; ni jamás podré ser pa’l trabajo o pa’l juego, a pie o: a caballo, lo que he sido; sin embargo, esta renguera y toito lo que he perdido a causa d’ella, es poco pa pagar mi libertá.

-Pero ésta no es la historia’e mi vida; debo ricordar que estoy hablando sólo de los que han vivido en El Ombú en mi tiempo en la vieja casa que ya no esiste.

-No había habido nengún cambio cuando golví, eceto que esos cinco años habían hecho casi un hombre’e Bruno y que se parecía máh y más a su padre, aunque nunca tuvo ese algo en loh’ ojos que hacían a Valerio diferente de toitos loh’ otro’, hombres. La Donata estaba lo mesmo, pero más vieja. La aflicción le había traído canas; su pelo, que entoavía debiera haber estao negro, estaba toito blanco; pero estaba más sosegada, porque Buno era muy güeno con ella, y siendo hijo’e viuda’ no tenía que servir en el ejército. Tamién había otra cosa que la hiciera feliz. Aquellos dos, que eran toito pa ella, no habían podido criarse bajo un mesmo techo y no amarse; aura podía esperar con confianza que algún día se casarían y no habría que separarse d’ellos. Pero aun ansina, aquel cuidao’ el que me había hablao tantas veceh’ en otros tiempos, nunca se apartó’e su corazón.

-Bruno estaba aura ausente la mayor parte’el tiempo, trabajando como tropero, siendo su ambición ganar plata pa poder comprar todo lo necesario pa la casa.

-Yo había estado’e güelta como eso’e un año, viviendo en ese pobre rancho ande primero vide la luz, cuando Bruno, que había estao con su patrón en la frontera’el Sur comprando ganao, se aparició un día a mi rancho. Entoavía no había ido a El Ombú, y se veía muy callao y raro, y cuando noh’encontramos solos, le dije: “¿Qué te ha pasao, Bruno, que me ponés cara’e estraño y no le hablás a tu amigo como acostumbrabas?”

“-¿Porque vos, Nicandro -retrucó él-, me habés tratao como a un niño no diciéndome lo que debía de haberme dicho cuanto ha, en lugar de dejar que lo aviriguara por un forastero.”

-Ha llegao el momento” -dije yo pa mih’ adentros, pues sabía muy bien a qué se refería; entonces le hablé de su mamita.

“-¡Ahá! -retrucé con amargura-. Aura sé por qué ella riega aquel lugar cerca’e la puerta con agua del pozo toitoa los días. ¿Creés vos, Nicandro, que l’agua quitará esa vieja mancha y el ricuerdo? Un hombre que eh’ ombre en cosas como éstas, tiene que obedecer’no el de-seo’e una’ madre o de cualquier mujer, sino aquel algo que le habla al corazón.”

“-No dejés que un pensamiento como éste te güelva loco -retruqué yo-. Mirá, Bruno, hijo’e mi amigo y amigo mío, dejá eso que lo arregle Dios, que lo sabe todo y ricuerda todos los pecaos que cometen loh’ ombres, y no quieré que naides le saque la lata’e la mano.”

“-¿Quién es este Dios del que hablás vos? ¿Acaso lo habés visto alguna vez o hablao con Él pa que me podás decir lo que piensa de este asunto? Yo sólo tengo esta voz en el corazón que me diga y cómo ha de portarse un hombre en tal trance” -y se tocó el pecho.; entonces, abrumao por su pena, se tapó la cara con las manos y soltó el llanto.

-Jué al ñudo que le’ije que no juera a arruinarse de esa manera, del efeto que tendría su atentado, surtiera o no, sobre la Donata y la Mónica; que les partiría el corazón de pena. Tamién le hablé de las cosas que yo había visto en mis cinco años de servicio; de las sentencias crueles que no se pueden enmendar, los tormentos y las muertes que se infligían. Pa estos males no hay en la tierra rimedios; y él, un pobre muchacho inorante, ¿qué podía hacer él, eceto de hacerse añicos contra esa torre’e bronce?

-Contestó que dentro’e esa torre’e bronce había un corazón enlle-no’e sangre; y con eso se jué, rogándome por favor que no le juera a decir una palabra a su mamita que me había visto.

-Unos diez días después, la Donata recibió un recao d’él, que lo trajo’e la capital un forastero que iba pal Sur. Bruno mandaba’ecir que iba a Las Mulitas, un pago como a unas cincuenta’ leguah’ al Oeste de Güenoh’ Aires, a trabajar en una estancia y que estaría ausente algunos meses.

-¿Sabe por qué había ido? Vi’a’ecirle. Había oido que el general Barbosa -pues lo habían ascendido a general- tenía unos terrenoh’ en ese lugar que el gobierno le había dao pa recompenzar sus servicios en la frontera’el Sur, y que había güelto últimamente de las provincias del Norte a Güenoh’ Aires, y que aura estaba quedándose en Las Mulitas.

-La Donata no sabía nada de todo esto, pero la ausencia’e Bruno la tenía con cuidao; y cuando, por último, ella se enfermó, yo me resolví a dir a buscar al pobre muchacho y tratar de persuadirlo a que se golviera a El Ombú. Pero en Las Mulitas supe que ya no estaba ay. Habían agarrao a toitos los forasteros que se hallaban en el departamento de la frontera pa’l ejército, y también agarraron a Bruno, a pesar de su pasaporte.

-Cuando golví con esta triste noticia a El Ombú la Donata risolvíó dir al tiro a Güenoh’ Aires pa ver si podía conseguir que lo soltaran. Estaba enferma y era un viaje largo pa ella a caballo, pero tenía algunah’ amigas que la iban a acompañar y la cuidarían. Por último, consiguió ver al Presidente, e hincándose’e rodillas delante de él, le imploró que la dejase tener a su hijo otra vez.

-La escuchó el Presidente y le dio una carta pa’l Ministerio de Guerra. Ay se supo que habían mandao a Bruno a El Rosario, y se despachó una orden pa que lo soltaran al tiro. Pero cuando llegó la orden ya el infeliz muchacho había resertao.

-Eso jué lo último que supo la Donata’e su hijo. Malició la razón por qué se había ido, y sabía tan bien, como si yo se lo hubiese dicho, que el había descubierto el secreto que ella le había escuendido tanto tiempo. Pero siendo su madre, no abandonó la’h’ esperanzas, y luchó por vivir. Nunca la vía que no me preguntara su cara algo que no se atrevía a’ecir en palabras. Parecía’ecir: “Si sabés ánde y cómo murió m’hijo, dimeló aura antes que me muera.” Pero también decía: “Si sabés, no me lo digás, pa que la Mónica y yo podamos seguir esperando hasta el último.”

“-Yo sé, Nicandro -sabía decir ella-, que si golviera Bruno no sería lo mesmo… el hijo al que he perdido. Porque en esa cosa no es como su padre. ¿Podría haber otro como Valerio? Ni lah’ alversidades ni lah’ injusticias podían cambiar su corazón o amargar su dulzura. Era vivo y alegre como un niño, y cuando niño, Bruno era como él. ¡Ay m’hijo, m’hijol ¿Por ánde andarás? ¡Dios de mi alma, ay, dameló otra vez, aunque sus pobres manos estén manchadah’ en sangre, pa que estoh’ ojos puedan verlo antes de morir!”

-Pero Bruno no golvió, y la Donata murió sin verlo.

VII

-Si la Mónica, que quedó sola en la casa con el viejo Pascual y su mujer, hubiera escuchao a los que atraía su bonita cara, podría haber hallao un protector dino d’ella. Habían algunos ricachones entre los que jueron a hacerle el amor, pero a ella nada le importaba que tuvieran ganao y tierras, o que cara, o como se vestían. Su corazón semantuvo fiel a Bruno. Y seguía esperando que golviera algún día, no con esa esperanza medio desganada de la Donata, que no pudo mantenerla viva, sino con una esperanza que la sustuvo, ayudándola a pasar meses y años, esperándolo. Esperaba su llegada como el sereno espera que claree el día. Por las tardes de verano, cuando había pasao elcalor, llevaba su costura al lao ajuera’e la tranquera y se sentaba horas enteras con la cara pa’l Norte. Sindudamente que d’ese lao habría’ e venir. Por las noches de lluvia, y a oscuras, colgaba un farola la paré, por si acaso llegara’e noche y pasara’e largo, sin ver el rancho en la escuridá. No estaba alegre ni viva; estaba pálida y flacuchenta, y esoh’ojos negros, que parecían patacones de grandes, por lo flaca que estaba, eran ojos que sabían sufrir. Pero en todo caso estaba tranquila y tenía el aire de una que, aunque sujeta las lágrimas, las redamaría toitas juntas cuando él golviera. Y golvería tal vez ese mesmo día, y si no ése, entonces pa’l otro, o denó, cuando estuviera’e Dios, pensaria ella.

-Habían pasao treh’ años dende la muerte’e la Donata, cuando monté mi pingo una tarde y enderecé pa El Ombú; al acercarme a la casa, vide unflete ensillao, que se había desatao’e la tranquera, y se alejaba al trotecito. Lo seguí, lo agarré y lo truje’e güelta, y entonces vide que su dueño era un pajuerano, un viejo soldado, que, con o sin el permiso’e los de la casa, se había tendido a la sombra’e el ombú, pa dormir la siesta.

-Hacía poco que se había librao una batalla en el Norte’e: la provincia, y los derrotaos se habían desparramao, cargando suh’ armas, por toito país. Este veterano era uno d’ellos.

-No disperté, cuando le truje el flete y le grité. Era un hombre de unos cincuenta a sesenta años de edá, de pelo blanco, con la cara y las manos enllenas de cicatrices, de las lanciadas y latazos que le habían pegao en su vida. Había dejado la carabina arrimada a un árbol, a unos dos pasos de él, pero no se había desatao la lata, y lo que me llamó la atención, mientras lo estuve espiando, sentao a caballo, jué el modo en que agarraba la empuñadura y la remecía, hasta hacerla sonar en su vaina. Tenía un sueño muy intranquilo; le chorreaba el sudor de la cara, rechinaba los dientes y se quejaba y hablaba palabras que no alcanzaba a oir.

-Por fin, apiándome, lo llamé otra vez; entonces le grité al oído, y, por último, agarrándolo’el hombro le di un güen sacudón. Entonces, redepente, despertó asustao, y trató’e enderezarse, y mirándome con una cara’e loco, me preguntó: “¿Qué ha pasao?”

-Cuando le conté’e su flete, se quedó callao un rato, mirando p’a-bajo, y se pasó la mano por la frente doh’ o tres veces. jamás en mi vida había yo visto una cara tan triste. Por fin habló: “¡Perdonemé, amigo; mis oídos estaban tan enllenos de una buya que usté no oye, que no hice mucho caso a lo que usté iba diciendo.”

Tal vez sea el gran calor de hoy día, que lo ha enfermao -dije yo-; o que esté sufriendo de algún mal causao por una herida que le habrán pegao en la guerra.”

“-¡Ahá! -retrucó el tristemente una herida que no tiene rimedio. ¿Ha estao usté alguna vez en ejército, amigo?”

“-Alcancé a servir cinco años, cuando una herida que me rengueó pa toita la vida me libró de ese infierno.”

“-Y yo he servido trainta -retrucó él-, tal vez más. Sé que estaba muy joven cuando me agarraron, y ricuerdo que una mujer a quien llamaba mamita, soltó el llanto cuando me llevaron. ¡Quién creyera que ojos de cristiano haigan derramao lágrimas por mí! ¿Podré ‘hallar a alguien que ricuerde mi nombre en ese pago allá en el Sur? ¡Qué esperanzas! No tengo a naides más que éste, dijo, tocando el sable.

-Al cabo’e un rato sin decir nada habló: “Amigo, decimoh’ en el ejército que no podemoh’ acer nengún mal, dende que toita la responsabilidá la tienen los que nos mandan; que las cosas que hacemos, por muy crueles que sean, no son más pecao que el redamar la sangre del ganao o de loh’ indios que no son cristianos, y que, por consiguiente, no cuentan máli’ ante Dios que si jueran bestias. Decimoh’ ansimesmo, que una vez que noh’ hemos avezao a matar, no sólo hombres, sino tamién a los que no se pueden defender -los enclenques y inocentes, no noh’ importa nada rimordimiento. Si juera ansí, ¿cómo es tenemos que el Padre Eterno me tormenta antes de tiempo? ¿Le parece justo? ¡Escuche! Cuantito cierro loh’ ojos, ya el sueño me trae la esperencia más terrible que puede tener un cristiano, de estar en medio de la pelea y no poder hacer nada, ni moverse. Suena la corneta, por toitas partes se ven milicos y fletes corriendo pacá y payá, como si estuvieran condenaos. Siento un barullo a mi redor, los oficiales gritan y sacuden sus latones; eh’ al ñudo que trato de oír la voz de mando; no sé lo que pasa; todo es un entrevero, una nube de humo y polvo, el disparo’e cañones y un gran griterío, mientras el enemigo se nos viene encima. ¡Y yo, sin poder moverme! Dispierto, y poco a poco el barullo y toito eso tan terrible se va, pero güelve otra vez cuantito me quedo dormido. ¿Qué descanso o qué alivio podré tener? Dicen que el sueño es el amigo’e todo bicho, y que a toitos noh’ ace iguales, al rico y al pobre, al malo y al inocente; tamién dicen que ese olvido es como un vasito’e agua fresca a un hombre con sequía. Pero yo, ¿qué puedo’ecir yo del sueño? ¡Cuántas veces no me habría librao’e su tormento si no juera por el miedo que haiga algo pior que este sueño después de la muerte!”

-Después de un rato’e silencio, viendo yo que se había puesto más tranquilo, lo convidé que juéramos a la casa. “Veo un humito que sale’e la cocina -dije-; dentremos, pa que usté se refresque con un mate, antes que siga su camino.”

-Dentramos y hallamos al viejo y a la vieja hirviendo agua en una pava; al ratito dentró Mónica, y se sentó con nohotros. Nunca saludaba que no le brillaran loh’ ojos como si juera el mesmo sol que relumbraba en ellos; no había necesidá que me lo dijera pa saber que me tenía amistá y que me era agradecida; porque no era’e las que se olvidan del pasao. Ricuerdo lo güena moza que se vía ese día en su vestido blanco y con una florcita colorada. ¿Acaso no le había dicho Bruno que le gustaba verla vestida’e blanco, y que una flor al pecho o en el pelo era el adorno que más le sentaba? Y Bruno podría llegar en cualquier momento. Pero al ver a ese veterano todo canoso en ato uniforme sucio y tirillento, con aquella gran lata sonando a su lao, y su cara negra enllena’e cicatrices, se inquietó Mónica. Me fijé: que se jue poniendo máh’ y más pálida, y que a gatas podía despegarle loh’ ojos de la cara al forastero, mientras hablaba.

-Mientras tomaba su mate nos contó’e las peleah’ en que había estao metido, de largas marchas sufrimientoh’ en el desierto, y nombró algunos de los comendantes con que había servido. Entre ellos nombró por casualidá al general Barbosa.

-Yo no sabía,que Mónica jamáh’ había oído su nombre, y por eso no tuve miedo de hablar de él. Se había dicho -dije yo-, no sabía si juera cierto o no, que Barbosa estaba muerto.

“-¡Ahá! Sobre ese punto puedo’ecirle algo -retrucó él-, dende que yo cataba en sus filas cuando le llegó su última hora, en la provincia’e San Luis, aura doh’ años. Estaba al mando de mil noveciento h’om-bres, y toda la tropa quedó asombrada cuando sucedió. No es que haigan llorao su muerte; al contrario, sus soldados le tenían miedo y estabanfelices de librarse de él. Era mucho más feroz que la mayoría de los comendantes, y sabía’ ecir a sus prisioneros, como burlándose, que no valían la pólvora que había de gastar en ellos pa matarlos. No era de eso que nos quejábamos, pero era muy capaz de tratar a su mesma gente como a un espía o prisionero de guerra. Más de uno he visto yo matar con un cuchillo mellao, y Barbosa ispiando, pitando su cigarro. Jué el modo que murió, lo que noh’ asombró, porque jamás se había visto morira un hombre de esa manera.

“-Tocó el caso que como un mes antes de concluir la despedición, un soldao, que se llamaba Bracamonte, jué una vez a mediodía con una carta de su capitán pal general. Barbosa estaba sentao en mangas de camisa en su carpa, cuándole entregó la carta; pero en el mesmo momento,cuando estiró la mano pa agarrarla, el hombre tra-to’e encajarle una puñalada. El general, echándose atrás, cuerpió el golpe; entonces, de un brinco,se le jué encima, como un tigre, y agarrándolo por la muñeca, le arrancó el puñal de la mano, pa enterrarlo en seguida, con la rapidez de un rejucilo,en el garguero del pobre leso. Cuantito cayó, elgeneral, que estaba agachao sobre él, antes desacar el cuchillo les gritó a los que habían venido a ayudarlo, que le trujiesen un vaso. Cuando se levantó con el vaso en la mano y los miró, vieron que tenía la cara del blancor de un fierro caldeado en una fragua, y que le llameaban loh’ ojos. Estaba jurioso’e rabia y gritó a toda voz, pa queoyera toito el ejército: “¡Ansina es como yo trato al miserable que quiso redamar mi sangre!” Entonces, con un movimiento’e rabia, tiró al sueloel vaso cubierto’e sangre, haciéndolo ñicos, y mandó a loh’ ombres que llevaran p’juera al dijuntoy lo dejaran en pelota, pa que se lo comieran los caranchos.

“-Ansí terminó el asunto; pero desde ese día, los que lo rodearon notaron un cambio en el general. Si usté, amigo, ha servido alguna vez bajo sus órdeneh’, o si lo ha visto, sabe la laya del hombre que era… alto y bien hecho, loh’ ojoh’ azules y rubio como un gringo, y con una juerza, aguante y resolución que admiraba a toito el mundo; era como un águila entre los otros pájaros…, ese pajarraco que no tiene compasión, que al chillar espanta a todas lah’ otras criaturas, y que goza despedazando la carne’e su víctima con suh’ uñah’ encorvadas. Pero aura lo había agarrao alguna enfermedá misteriosa que le quitó toita la juerza que tenía; su cara tenía un color pálido, enfermizo, y cuando andaba a caballo iba todo agachado y bambaleado pa un lao y pa otro, como un envinao,y esta debilidá jué empiorando de día en día. Se decía en el ejército que la sangre’el paisano quemató lo había envenenao. Los doctores que acompañaban la despedición no lo podían curar, y estole dio tanta rabia a Barbosa, que elloh’ empezarona temer por sus propias vidas. Entonces dijeron que no podía ser curao en el campamento como era debido, y que era necesario dir a algún poblao ande podían curarlo de otro modo; pero a esto él se negó redondamente.

“-Tocó el caso que venía con nohotros un veterano que era yerbatero. Era de Santa Fe, y tenía fama por las curas que había hecho en su pago; pero habiendo tenido la mala suerte de matar a un cristiano, lo habían tomao preso y estaba condenao a servir dieh’ añoh’ en el ejército. Este endividuo les dijo ‘a algunos de los oficiales que él podía curar al general, y enterándose Barbosa, lo mandó llamar y le hizo algunas preguntas. El yerbatero le dijo que su enfermedá era una que los dotores no podían curar. Lo que le faltaba era el calor natural de la sangre, y sólo podría recobrarla salú con el calor de un animal, y no con rimedios. En un caso tan grave como el de él, el rimedio común de meter las piernas y los pieh’ en el cuerpo’e un animal entoavía vivo, después de abrirlo, no bastaba. Era preciso tener un animal muy grande y meter dentro todo el cuerpo’e el enfermo.

“-El general dio su consentimiento; los dotores no se atrevían a curarlo, y se mandaron a algunos paisanos pa que jueran a buscar un animal grande. Estábamos entonceh’ acampaos en un gran llano arenoso en San Luis, y como no teníamos carpah’ estábamos sufriendo mucho con el gran calor que hacía y con la arena que arrastraba el viento. justamente en ese lugar el general se había empiorao, ansina que ya ni podía montar a caballo siquiera, y aquí tuvimos que esperar hasta que mejorara.

“-En seguidita trujieron un toro muy grande y lo ataron a una estaca en el medio’e el campamento. Se estaquió un trecho’e terreno de unos cincuenta o sesenta metros, cercándolo con una soga y tendiendo ponchos sobre ella, en forma de cortina pa que el ejército no pudiera ver lo que estaban haciendo ay dentro. Pero toda la tropa estaba enllena de curiosidá, y cuando voltiaron al toro y se oyeron sus mugidos de dolor, los milicos y loh’ oficiales de todas partes a la redonda se jueron acercando al lugar. Había corrido la voz que la cura sería al tiro, y muchos se preparaban p’aclamar al general con juertes vivas.

-En seguidita, y muy redepente, antes casi que hubieran terminao los mugidos, se oyeron gritos, y en ese mesmo momento, mientras todoh’ estábamos mirando medio asustaos, preguntándonos qué pasaba, el general se aparició en pelota, toito colorao, con el baño’e sangre caliente que le habían dao, empuñando en la mano un latón que había recogido de paso. Saltando por encima’e la soga con los ponchos, se quedó parao un momento; entonces, cuando vido la pila de hombres por delante,se les jué al humo, gritando a toda voz y reboliando el latón, que a la luz del sol parecía como una rueda relumbrosa. Loh’ombres, viendo que estaba loco, arrancaron; él los persiguió durante un trecho de unas cien varas; entonces se le acabó aquella juerza sobrehumana; soltó el latón, bambaleó y cayó largo a largo en el suelo. Al principio naídes se atrevió a atracársele; pero no se movió, y, por último, cuando lo esaminaron, encontraron que estaba muerto.”

-El soldao había acabao su cuento, y aunque yo tenía una pila’e preguntas que hacerle, no lo hice, porque vide lo afligida que estaba la Mónica, que se había puesto pálida hasta los labios, con las cosas tan terribles que el -hombre noh’ abía estao contando. Pero ya había acabao y luego se iría, porque se estaba dentrando el sol.

-Armó y encendió un cigarillo, y estaba por levantarse del banco, cuando dijo: “Me había olvidao’e decir una cosa del soldao Bracamonte, quetrató’e asesinar al general. Cuantito lo sacaron p’ ajuera y lo desvistieron pa que se lo comieranlos caranchos, se encontró un papel pegao al forro e su casaca, que risultó ser su pasaporte, porque daba su descripción. Decía que pertenecía a este pago de Chascomús, ansina que tal vez lo haigan oido mentar. ¡Se llamaba Bruno de la Cueva!”

-¡Ay, Dios míol ¿Por qué diría esas palabras? ¡Nunca, más que viva cien años, olvidaré ese grito, terrible que dio la Mónica antes de cair sin sentido al suelo!

-Cuando la levanté en mis brazos, el soldao se golvió y dijo: “¿Qué, la agarra siempre ese mal?”

“-No -retruqué-yo-; pero ese Bruno, que no sabíamos hasta aura que había muerto, era de esta casa.”

“-Jué la fatalidá, que me trujo aquí -dijo él-, o tal vez ese Dios que siempre me ha hecho la contra; pero usté, amigo, es testigo que yo no crucé esta puerta con el latón pelao, en la mano”, y con estas palabras se despidió y dende ese día no he güelto a mirarle la cara.

-Al cabo, abrió loh’ ojos la Mónica; pero se me heló el corazón cuando los vide, pues jué fácil ver que se había güelto loca; ¿quién sabrá si la pena que había sufrido no habría sido pior? Algunos se han muerto’e pura pena… ¿No jué eso lo que mató a la Donata? Pero los locos saben vivir muchos años. A veces pensamos que sería mejor que estuvieran muertos; pero no es siempre ansí… No jué ansí, señor, en este caso.

-Siguió viviendo aquí, con los dos viejos, pues dende el principio jué sosegada y obediente como una niñita. Por fin llegó una orden de alguien en Chascomús que tenía autoridá, diciendo que los que estaban en la casa tendrían que mandarse mudar. La iban a echar abajo, pa usar el material que se necesitaba pa otra casas que estaban haciendo en el pueblo. Pascual murió por ese tiempo, y la viuda, vieja y enferma, se jué a vivir con unos parientes pobres en Chascomús, y se llevó a la Mónica con ella. Cuando murió la vieja, la Mónica se quedó viviendo con esa gente: vive con ellos hasta hoy día. ¡Pero la dejan hacer lo que le da la gana; entra y sale, y la conocen en el pueblo por el nombre de “la loca del Ombú”. Le tienen cariño, porque saben su historia, y Dios ha querido que se compadezcan d’ella.

-Al verla usté, a gatas creería que juera la mesma Mónica de la que le he estao contando y que conocía cuando chica, corriendo a patita pelada detrás de lah’ ovejas de su padre. Pues, aura, tiene el pelo blanco y la cara enllenita’e arrugas.

-Yendo dende aquí en dirección a Chascomús, usté verá al atracarse a la laguna, a mano izquierda, una barranca sumamente alta, cubierta’e matas de hinojo, marrubio y cardo. Ay está casi todos los días, sentada en la barranca, a la sombra’e las matas de hinojos, mirando pa’l’otro lao’e el agua. Se lo pasa aguaitando los flamencos. Hay muchoh’ en la laguna y andan en bandadas, y cuando abren el güelo y atraviesan la laguna, volando a flor de agua, se pueden ver suh’ alas coloradas a mucha distancia. Y cada vez que ve una bandada atravesando la laguna como una raya colorada, grita de puro gusto. Ése es su único placer… ésa es su vida. Y ella es la última persona que queda de toitas las que han vivido en mi tiempo en El Ombú.

Apéndice
La invasión inglesa y el juego de “El Pato”

He de decir de una vez que el relato de El Ombú es, en su mayor parte, cierto, aunque los sucesos no ocurrieron exactamente en el orden que yo los he dado. Los incidentes relativos a la invasión inglesa de junio y julio de 1807 los he narrado casi tal cual los recibí de los labios del viejo gaucho, al que en el cuento he llamado Nicandro. Eso fue allá por el año sesenta y tantos. Las notas que tomé, sin fecharlas, durante mis pláticas con el viejo, de las numerosas anécdotas de don Santos Ugarte, y de toda la historia de El Ombú, fueron escritas, me parece, por el año 1868, el año de la gran polvareda. Tengo ante mí, al presente, estas antiguas notas, y se ven muy raras, tanto por la escritura cuanto por el papel; también por lo sucias que se ven, lo que me hace pensar que el viejo manuscrito debió haberse hallado presente en aquella memorable polvareda, que recuerdo terminó en lluvia, una lluvia que cayó en forma de barro flúido.

Había otros viejos viviendo en ese partido, que, de muchachos, habían visto desfilar el ejército inglés en dirección a Buenos Aires, y uno de ellos confirmó el cuento de las mantas que tiró el ejército, y de las bromas que se habían cambiado entre los soldados y los gauchos.

Confieso que tuve algunas dudas respecto a la veracidad de lo de las mantas cuando leí de nuevo mis antiguas notas; pero al consultar las actas del Consejo de guerra que procesó al teniente general Whitelocke, publicadas en Londres en 1808, halló que se referían al incidente. En la página 57 del tomo primero se encuentra la siguiente declaración, hecha por el general Gower: “Los hombres, especialmente los de la brigada del brigadier-general Lumley, estaban sumamente cansados, y el teniente general Whitelocke, para permitirles avanzar con mediana rapidez, ordenó que el ejército tirara sus mantas.”

No hay duda, sin embargo, en la evidencia, denotando que las mantas hayan sido empleadas para reforzar el lecho del río, a fin de facilitar su travesía por el ejército, ni tampoco da su nombre.

Hay otro punto en la historia del viejo gaucho que bien pueda parecerle muy raro, y hasta casi increíble, al lector inglés, y esto es que a unas pocas millas del sitio por donde el ejército del aborrecido invasor extranjero marchaba a la capital, en la cual reinaba el mayor alboroto y se hacía toda laya de preparativos para su defensa, se hallara un número considerable de hombres entreteniéndose jugando “al pato”. Para los que conocen el carácter del gaucho, esto no tiene nada de increíble, pues el gaucho carece -o carecía-absolutamente de todo sentimiento patriótico, y consideraba a todo gobernante, a toda persona revestida de alguna autoridad, como su principal enemigo, y el peor de los ladrones, desde que no sólo le robaba sus bienes, sino también su libertad.

A él no se le daba un comino que fuera a España o a Inglaterra a quien su país pagara tributo, o que la persona a quien se había nombrado allá lejos, de gobernador o virrey, tuviera los ojos negros o azules. Se observó que cuando terminó el dominio español, el gaucho transfirió su odio a las camarillas de una seudorrepública. Cuando los gauchos se afiliaron a Rosas y le ayudaron a subir al poder, se hicieron la ilusión de que él era uno de ellos mismos y les daría aquella perfecta libertad para vivir sus vidas a su propio modo, que es su único deseo. Descubrieron su error cuando era demasiado tarde.

Fue Rosas quien suprimió el juego de “El Pato”; pero antes de decir más sobre este punto, mejor será describirlo. Yo jamás he visto impresa una descripción del juego, y, sin embargo, durante largo tiempo, y probablemente hasta eso de 1840, era el entretenimiento más popular al aire libre de la pampa argentina. Sin duda que allí tuvo su origen; se adaptaba admirablemente a los hábitos y a la índole del gaucho, y al revés de la mayor parte de los deportes, conservó hasta el último su tosco y simple carácter primitivo.

Para jugarlo, se mataba un pato o un pollo, o, con más frecuencia, alguna ave doméstica más grande, como el pavo o ganso, y se le cosía dentro de un trozo de cuero fuerte, haciendo así una pelota de forma irregular, dos veces el grandor de un foot-ball, provisto de cuatro manijas de cuero torcido, y de tamaño conveniente para ser agarradas por la mano de un hombre. Un detalle muy importante era que la pelota y las manijas fueran tan sólidamente hechas, que tres o cuatro hombres a caballo pudieran agarrarlas y tirarlas hasta desmontarse unos a otros, sin que nada aflojara.

Una vez resuelto en algún pago a tener un juego, y arreglado el punto de reunión, y habiendo alguien ofrecido a proveer el ave, se mandaba notificar a los vecinos; a la hora acordada, todos los hombres y mozos, desde algunas leguas a la redonda, acudían al lugar, montados en sus mejores pingos. Al aparecer en la cancha el hombre que llevaba el pato, los otros daban caza y luego le alcanzaban y le arrancaban la pelota de la mano; entonces el vencedor, a su turno, era perseguido y al ser alcanzado, solía haber una pelea, como en el foot-ball, con la diferencia que los contendientes estaban montados a caballo antes de derribarse unos a otros al suelo. A veces, en este trance, un par de jugadores, atolondrados, furiosos por haber sido heridos o vencidos, desenvainaban sus facones para probar cuál de los dos tenía razón, o cuál era el de más valer; pero, hubiera o no pelea, alguien se apoderaba del pato y se lo llevaba, para ser él, en su turno, acosado. Se recorrían de esta manera leguas y leguas de terreno, y, por fin, alguno, con más suerte o mejor montado que sus rivales, se posesionaba del pato, y, escabulléndose por entré los paisanos, desparramados por la pampa, lograba escaparse. Era el vencedor, y, como tal, tenía el derecho de llevarse el ave a su casa y comérsela. Esto era, sin embargo, una mera ficción: el hombre que se llevaba el pato, enderezaba para el primer rancho, seguido por todos los demás, y, en seguida, no sólo se cocinaba el pato, sino también una gran porción de carne, para alimentar a los que habían tomado parte.

Mientras se aderezaba la cena, se mandaba a alguien a los ranchos vecinos, para convidar a las mujeres, y el llegar éstas, empezaba el baile, que duraba toda la noche.

Para el gaucho, que se apegaba a su caballo desde la niñez, casi con la misma espontaneidad que un parásito al animal a cuyas expensas vive, “el pato” era el juego de todos los juegos… Ni pudo haber sido un juego mejor adaptado para hombres cuya existencia o cuyo éxito en la vida dependía tanto de su equitación, y cuya gloria principal era poder mantenerse a caballo en todo apuro, y cuando eso no era posible, dejarse caer graciosamente y de pie, como un gato. La gente de la pampa le tenía una afición loca a este juego, hasta que llegó el tiempo en que se le ocurrió a un presidente de la República ponerle fin, y con una plumada lo suprimió para siempre.

Necesitaría ser un hombre fuerte el que aboliera en este país algún deporte al que la gente fuera aficionada; y fue sin duda, un hombre sumamente fuerte el que suprimió el juego de “el pato” en aquella tierra. Si otro cualquiera, ocupando el puesto de jefe de Estado, durante los últimos noventa años, hubiera intentado tal cosa, habría sido el hazmerreír de todo el país, y en cualquier parte en que se hubiera pegado un decreto tan absurdo a las paredes, a las puertas de las iglesias, tiendas y otros edificios públicos, se habrían visto los gauchos llenándose la boca de agua para espurrear los despreciados carteles. Pero ente hombre era algo más que un presidente: era aquel Rosas, apodado por sus enemigos “El Nerón de la América”. Aunque pertenecía de nacimiento a una distinguida familia, tenía una predilección a todo lo gaucho, y desde joven adoptó la vida semisalvaje de la pampa. Rosas se distinguió por su intrépido arrojo; notitubeaba un momento en lanzarse de su caballo sobre un cimarrón que formara parte de alguna manada fugitiva contra la cual se hubiera arrojado.

Tenía toda la ferocidad innata del gaucho; poseía sus feroces odios y prejuicios, y fue, en realidad, su íntimo conocimiento de la gente con la cual vivía, y su afinidad mental con ella, que le dieron su extraordinaria influencia sobre ellos y le permitieron llevar a cabo sus ambiciosos planes. Pero, ¿por qué, cuando hubo logrado hacerse todopoderosos mediante su ayuda, y cuando les debía tanto, y los lazos que lo unían a ellos eran tan estrechos, les quitó su amado entretenimiento? La razón, que parecera casi ridícula, después de lo que he dicho del carácter de Rosas, fue que consideraba el juego demasiado violento. Es cierto quetenía (para él) sus ventajas, puesto que hacía al gaucho un peleador recio, atrevido y fértil en recursos, la lava de hombre que más necesitaba para sus guerras; pero, por otra parte, causaba tanto daño a los jugadores, y resultaban tantaa luchas sangrientas y enemistades entre vecinos, que Rosas consideró, que era más lo que perdía con el juego de lo que ganaba.

No había hombres suficientes en el país para abastecer sus necesidades; a veces aun arrancaban de los brazos de sus madres, anegadas en lágrimas, a muchachos de catorce y hasta de doce años, para hacerlos soldados; no podían permitir que hombres fuertes y crecidos estuviesen maltratándose y matándose unos a otros por puro entretenimiento. Era deber de ellos, como buenos ciudadanos, sacrificar su propio placer por el bien del país. Y, por último, cuando terminaron aun veinte años de gobierno, cuando la gente estuvo otra vez libre para seguir sus inclinaciones particulares, sin temor a las balas o al acero frío- generalmente en aquellos días era el acero frío-, los que jugaran el juego antes, habían tenido asaz de asperezas en su vida, y ahora sólo deseaban el descanso y la comodidad, mientras que los hombres jóvenes y los mozos, que jamás habían tomado parte en el juego, ni visto siquiera, nunca cayeron bajo su fascinación, ni tuvieron ningún deseo de verlo restaurado.

Leave a comment