Mariano Moreno

por Sergio Bagú (*)

LA COLONIA

 

Mariano Moreno en su mesa de trab ajo

Con la intención de polemizar desde la lectura, y después de concluir EL FUSILAMIENTO DE LINIERS –texto sectario, publicado por Corregidor durante la última dictadura, cuyo autor (Mario A Serrano) era un oficial del ejército-, me interné en el exquisito texto de Sergio Bagú: MARIANO MORENO. De este último transcribo el primer capítulo, texto a tono con la sapiencia del maestro en temas coloniales, del que destaco la descripción del viaje –que sin duda recuerda a Concolocorvo-. Y respecto de la polémica, virtud esclarecedora que entre tantas otras reúne la lectura, el libro de Bagú responde perfectamente las impropias críticas de Serrano a Mariano Moreno, retratando al contrarrevolucionario Liniers como un verdadero inútil, ignorante de las más elementales leyes de la estrategia militar.

 

 

I.                 El símbolo

 

Cuando se apaga el día, los sosegados vecinos de la ciudad de Buenos Aires no se arriesgan por los arrabales del norte y del oeste, ni por los barracones del sur. Además de algunas amplias casas-quintas, donde las familias pudientes se retiran a descansar, aprieta el reciente metropolitano una madeja de senderillos tenebrosos, de maleza impenetrable y míseros caseríos, donde como isletas se alberga una población criolla que se mantiene con los desechos de la capital.

El suburbio de las Barracas, que cae hacia el lecho espeso del Riachuelo, está cubierto en parte por un bañado. Allí se almacenan la leña arrancada a los Paranaes; las suelas que envía el Paraguay; los cueros que es todo lo que se aprovecha del ganado cimarrón en las campañas; las cañas tacuaras y las pocas maderas que se traen de los bosques del norte.

No brilla la opulencia en lo exterior de los edificios, ni el buen gusto la suple. Aun los de la zona céntrica, residencia de los más encumbrados funcionarios, son chatos y adustos, con sus grandes portales enterizos y sus cuatro anchas ventanas protegidas por barrotes salidores, que obligan al transeúnte a evitar los encontronazos. En los aleros y los tejados, los yuyos crecen al amparo del clima húmedo y la negligencia de los habitantes.

Salvo escasas excepciones, es la Iglesia la que proporciona a los pobladores, con sus templos y sus celebraciones, el único motivo de reunión, la única vida pública posible. Cincuenta fiestas religiosas por año, aparte de los domingos, compensan la enervante falta de objetivos para  la existencia de la colectividad. Pero, a pesar de las severas penas pecuniarias y personales que el Cabildo impone a los vecinos que no participen del regocijo programado, el letargo de las estrechas callejas coloniales sigue delatando la incurable tristeza de sus pobladores.

La ilusión que ha guiado al conquistador en estas tierras, se simboliza en el nombre de su río mayor. Perú y México siguen colmando generosamente el ansia de riquezas del aventurero blanco y las arcas sin fondo de la decrépita monarquía. El Río de la Plata es, en cambio, un espejismo cruel e irreparable.

Un territorio extraordinariamente dilatado y bravío le envuelve a modo de desierto estéril. Su ambición desmedida no encuentra el metal precioso y sí, en cambio, los rigores de una naturaleza hostil.

Los seres humanos que aquí habitan no han alcanzado el grado de civilización de los incas y los aztecas. Muchas de sus tribus belicosas constituyen un peligro permanente, y contra todas debe empeñar la lucha, no siempre victoriosa. En la selva  chaqueña, y en la gélida zona patagónica ocultan su pureza y su rebeldía millares de indómitos indígenas.

A estas falsas tierras de promisión, España envía, además de algunas personalidades valiosas, una densa escoria humana. Gobernantes sin inteligencia, sacerdotes sin tolerancia, caballeros sin moral.

Estos hombres crean un mundo a su imagen y semejanza. El alto clero, español de origen, colabora con el poder temporal en su faena de sojuzgamiento. Más preocupado de agitar el estropajo de la superstición que de repetir para sí los cristalinos mandatos evangélicos, gobierna sobre las conciencias con el pulso de un regente de cárceles. Confiscación de la mitad de los bienes al que muera sin recibir el auxilio de la Eucaristía. Treinta días de cárcel, cuarenta mil maravedíes y cuatro años de destierro, al que reincida invocando en vano el nombre de Dios. Seiscientos maravedíes al que no haga reverencia al Santísimo Sacramento, sin tolerar que se excusen por lodo, ni polvo, ni otra causa alguna. Así se desliza la existencia del habitante en la ciudad del Plata, acostumbrado ya al severo acatamiento de las formas y a presenciar la v enta a precio fijo de la impunidad para cualquier delito.

Manuel Moreno y Argumosa, natural de Santander, desciende de una familia de labradores sin recursos, aunque imbuida de la supuesta nobleza de su origen. Ha estado en su juventud en La Habana, y después de regresar a la Península, parte con destino al Plata.

En Buenos Aires obtiene un empleo subalterno en la Tesorería de las Cajas Reales, que le permite vivir modestamente y casar luego con Ana María Valle, nacida en Buenos Aires, hija del antiguo Tesorero de las Cajas, fallecido en el fiel cumplimiento de su misión.

Prudente y mesurado es Manuel Moreno y Argumosa. Excepción en aquel mundillo de pecadores oficinescos, cuida de no torcer su conducta sencilla y mantiene sin sacrificio su privilegio de hombre honesto y juiciosos. Redacta con cierta desenvoltura y se mueve con comodidad en las operaciones aritméticas, cualidades no despreciables en la burocracia de la época. Su existencia modesta y sin matices le autoriza a aconsejar y ser escuchado en las apacibles veladas de la aldea.

De Ana María Valle apenas nos queda algo más que la cita de su nombre. Hija de un funcionario puntual, escrupuloso jefe de familia, no tiene más juventud que para el severo encierro hogareño. A ella llega un día aquel que habrá de seposarla. Vive con fidelidad al lado de su ordenado y respetuoso consorte. Tiene catorce hijos.

En el mayor de todos, que bautizan Mariano, Ana María Valle deposita sin sospecharlo, su amor por la vida, su abatido afán por la libertad.

De regreso de una misión oficial, Manuel Moreno y Argumosa adquiere, con sus emolumentos acumulados, varios esclavos y una casa modesta en el barrio del Alto, formado por las parroquias de la Concepción y de San Telmo, al que los edificios ruinosos y las calles intransitables delatan como refugio de familias humildes, a prudente distancia del aristocrático barrio del Fuerte.

Viene a la vida Mariano Moreno el 23 de setiembre de 1778.

Su madre, una de las pocas mujeres que en la ciudad saben leer y escribir, le tiene en la niñez bajo su devota tutela y le inicia pronto en las primeras letras. Pero además le transmite con perseverancia sentimientos de dignidad y sencillez, amor por la justicia y limpia admiración por la naturaleza.

Para Manuel Moreno y Argumosa más importante es penetrar al niño de mesura y religioso acatamiento a las jerarquías tradicionales. Seis años tiene el pequeño cuando, al paso del carruaje que conduce al virrey marqués de Loreto, se hinca en la calle y obliga a un hermano menor a hacer lo mismo, con la  humildad con que se inclinan los vecinos ante el viático. Mucho después, el doctor Mariano Moreno comentará entre risas este episodio y dirá: –No puedo disculparlo, sin por la buena fe con que me prosterné ante el ídolo.

En la escuela del Rey aprende, entre otras pocas cosas, a contar. Una viruela le lleva al borde del sepulcro a los ocho años y le deja en el rostro algunas huellas. A los doce está pronto a ingresar como alumno regular en el  Colegio de San Carlos, pero su padre carece de recursos para ello y debe reducirse a seguir las clases como oyente.

La enseñanza sectaria  y el régimen monástico y de humillación que caracteriza al Colegio en esa época en nada contribuyen a su formación intelectual, como no sea para obstaculizarla, pero el adolescente ya lee con ardor cuanto libro llega a sus manos. Al margen del anquilosado aprendizaje escolar, a labrando sus armas con salmos herejes y tan afanoso se muestra que se le van en ello las horas del sueño, hasta que el padre impone su vigilancia para evitarlo.

Hay algunos vecinos de cierta cultura que gustan conversar con él y le prestan libros. Cayetano Rodríguez, un franciscano que le ha tenido por oyente en el Colegio, le abre la biblioteca de su convento y le acerca a la selecta tertulia de sus amigos.

A los veinte años, cuando completa su inútil instrucción en las aulas secundarias, es un joven activo y fogoso, de encrespada sensibilidad y altivez rayana en el desafío.

Pero es enfermizo y pobre, y la sociedad colonial castiga a los hijos del país que carecen de recursos. No hay universidad en Buenos Aires, y su aspiración de seguir estudios superiores en la de Chuquisaca se ve postergada durante un largo año, porque su padre no puede reunir los mil pesos necesarios para emprender el viaje. Devoto sincero y, a la vez, hombre práctico, Manuel Moreno y Argumosa quiere ver a su hijo ordenado sacerdote, con lo que asegurará su porvenir económico, que es su preocupación primordial.

El obstáculo será invencible, a no mediar un oportuno aumento de sueldo del jefe de la familia y la intervención de un cura rico del arzobispado chuquisaqueño, Felipe Iriarte, a quien conoce en la tertulia de fray Cayetano Rodríguez y que le asegura la permanencia en su ciudad de origen.

A mediados de noviembre de 1799, Mariano Moreno emprende su viaje con destino a Chuquisaca, Alto Perú. Su padre le despide con la esperanza de recibir a su regreso un doctor en teología. Ana María Valle, que se ha desprendido de sus joyas para costear parte de sus gastos, siente que le arrancan un jirón de su vida.

Larga y penosa travesía le espera. La ruta es pésima; los medios de locomoción, primitivos; el panorama, desolador. Se viaja en galera del siglo XVII, en cuya casilla de madera, poco defendida para el ajetreo, se acumulan provisiones, equipajes, pasajeros.

Dejando Buenos Aires por el norte, el camino de la  capilla de Merlo conduce hasta Luján, cuyo río se cruza por un frágil puente de madera. En Areco, José Florencio Moyano, maestro de postas, facilita los primeros caballos de refresco. Arrecifes, diez leguas más allá, tiene un río de riberas casi inaccesibles y de peligroso vado.

El Pergamino, avanzada en el desierto, está señalado por un fuerte de cuatro cañoncitos de campaña, un ancho foso y un perezoso puente levadizo de madera. El Arroyo del Medio, abrevadero de agua dulce y cristalina, da entrada a la provincia de Santa Fe. Más allá, tres leguas sin agua y después India Muerta.

Tampoco hay agua en Guardia de la Espina, desde donde comienza a costearse el río Tercero o Carcarañá, caudaloso y manso. Algarrobales, saúcos y chañares. En las orillas, los típicos rancheríos de los criadores de ganado.

Dejando al poniente la Cruz Alta, se ingresa en la provincia de Córdoba del Tucumán, la más extensa de América del Sur. A partir de Cabeza de Tigre, las regiones boscosas hacen menos monótona la campaña.

Después de cruzar el río Segundo y de cambiar caballos en la posta de Toledo, tres leguas de bosque de algarrobo, tala, piquillín y chañar. Recostada sobre el río Primero, al abrigo de altas barrancas con tupida vegetación, la ciudad de Córdoba asegura al viajero un descanso de varios días, tras el fatigoso andar de ciento cuarenta y dos leguas.

Más seguro es el camino hacia el norte. Pasados Caroya, Jesús María y Sinsacate, se sigue la huella de la Dormida hasta la ciudad de Santiago del Estero. Entre las postas de Ambargasta y Ayusta hay treinta leguas de tierra desolada. Sin vegetación, ni postas, ni agua potable, se halla cubierta de sal y salpicada de fangales.

Después de renovar caballos en Mancopa, se entra en la ciudad del Tucumán y luego, con seis postas en ochenta y cuatro leguas, se llega a la de Salta. Pasadas las Tres Cruces, la Cabaña y Jujuy, más allá de Guájara, Humahuaca y Granjas Grandes, a través del río Chilcas y del estéril territorio de La Quiaca, el camino asciende bruscamente, serpentea entre montañas, se transforma de pronto en estrecho sendero, bordea precipicios y desemboca, por fin, en el Alto Perú.

Dos meses y medio de accidentado andar sacuden su enfermizo organismo. En el Tucumán, un reumatismo le postra quince días, pasados sin asistencia de ninguna clase.

El cruel  tributo pagado a su vocación lo recordará toda su vida. Su juventud mediocre y dolorosa, transportada en el lento carromato colonial, simboliza una época.

de Mariano Moreno. Biblioteca de América – Libros del Tiempo Nuevo. Buenos Aires, Eudeba, 1966.

 

(*) Bagú Bejarano, Sergio José. (Buenos Aires, 10 de enero de 1911México DF, 2 de diciembre de 2002). Periodista, abogado, historiador y sociólogo argentino. Está considerado como uno de los pensadores más importantes de América Latina en el siglo XX. Militante de la segunda generación de la Reforma Universitaria, que se inicia en Córdoba, en 1918, fue presidente de la Federación Universitaria Argentina (FUA) en 1930/1931 y profesor de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y de la Universidad Nacional del Litoral (UNL), en Argentina, entre 1958 y 1966. Durante su exilio, que inició en 1967, fue profesor de universidades públicas en Venezuela y México. En Chile fue miembro de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en el período 1970-1973. También dictó y ofreció numerosos cursos y conferencias en diversas universidades de Estados Unidos, Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Venezuela y México. Fundó y dirigió, en colaboración, en 1957/58, la Revista de Historia, publicada en Buenos Aires. En 2001 recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires (UBA). También recibió numerosas distinciones y reconocimientos en varios países de América Latina. En 1967, poco después de la Noche de los bastones largos, abandonó Argentina y en 1974 se instaló definitivamente en México, como profesor e investigador en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde fue miembro del Centro de Estudios Latinoamericanos. Es uno de los fundadores de la Casa Argentina de Solidaridad en México, que desempeñó un importante papel en el apoyo a los exiliados del régimen militar entre 1976-1983, así como en la denuncia internacional sobre la violación masiva de derechos humanos que se estaba cometiendo en su país.

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