Memoria del enemigo 10

Francisco Solano López y su mujer Elisa Lynch

El 9 de setiembre de 1862

 

falleció Carlos Antonio López, presidente del Paraguay

 

(…) En la mañana del 10 las ceremonias empiezan con el funeral solemne en la vecina catedral, desde cuya cátedra sagrada el elocuente padre Maíz diría el elogio del presidente muerto. Tras el féretro cruza la plaza su hijo mayor, el brigadier general Francisco Solano, que por pliego de mortaja ha asumido la presidencia interina de la República: tiene 36 años y luce con soltura el uniforme de su grado. Todos están pendientes del nuevo Supremo, pues no se duda de que el Congreso lo confirmará en el cargo efectivo: tiene gran prestigio, en Paraguay y en América, como estudioso del arte militar y como diplomático. La Argentina le debe la paz del 11 de noviembre de 1859, el Estado Oriental los prudentes consejos dados al presidente Berro; solamente con el Imperio de Brasil no ha podido entenderse, ni cuando la expedición de Morgenstein al Hormiguero en 1849 a través de las Misiones argentinas, ni cuando las intrigas de Bellegarde para llevar al Paraguay una alianza efectiva contra Rosas en 1851, ni en las más recientes ocurrencias de la misión de Paranhos al Paraná. Francisco Solano recela de las intenciones imperiales y se ha cruzado obstinadamente en los propósitos brasileños. Por lo bajo se ha dicho que el emperador había planeado casarlo con su hija menor para atraérselo a la órbita brasileña; quizá un paso para una segunda monarquía en América. Pero López II no pareció emocionarse con el matrimonio regio ni con la corona inducida desde San Cristóbal, e hizo imposible el matrimonio político al desembarcar en Río de Janeiro, de regreso de Europa, acompañado por Elisa Lynch, joven divorciada de veinte años que había unido su destino con el suyo. No fueron posibles en esas condiciones tan poco protocolares las majestuosas recepciones planeadas en su honor por la familia Braganza. Pues si Francisco Solano no podía casarse con Elisa Lynch no quería hacerlo con otra, por más que llegase envuelta en la púrpura imperial (…).

Paraguay era rico, riquísimo. Sus inmensos yerbatales y tabacales abastecían la mayor parte del consumo del sur del continente, y sus maderas valiosas se exportaban a Europa, donde alcanzaban alta cotización. Eran bienes del Estado en su mayor parte, pues la propiedad particular era escasa en esa inmensa república que pasaba de millón y medio de habitantes; la misma población de la hermana República Argentina. La tierra era pública en su casi totalidad, arrendándose en lotes. Los pocos propietarios eran paraguayos nativos, pues la ley impedía a los extranjeros el dominio del suelo; el comercio exterior (exportaba por millón y medio de pesos anuales, mientras importaba por sólo ochocientos mil) era exclusivo monopolio del Estado.

En consecuencia de una balanza comercial favorable entraba oro por setecientos mil pesos anuales en las cajas de la República por el solo rubro del comercio exterior. Esa riqueza se traducía en mejores que hacían de Paraguay el Estado más próspero de Sudamérica: el ferrocarril a Trinidad, inaugurado hacía un año por el ingeniero Thompson que se prolongaría a Paraguay y a Itapúa; una numerosa flota mercante que paseaba la bandera tricolor por los ríos y mares (se estudiaba una línea de buques a vapor entre Asunción y Londres con escalas en Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro); y el telégrafo construido por el alemán Trinfeldt, que unía a la capital con Humaitá y Paso de la Patria.

Era un verdadero estado socialista la paternalista República del Paraguay; ¨La mayor parte de la propiedad rural –informa el cónsul inglés Henderson en 1855- es del Estado, de 80 mil yardas de madera llevadas a Europa, 50 mil son del Gobierno. Las mejores casas de la ciudad pertenecen también al gobierno, y éste posee valiosas granjas de cría y agrícolas en todo el país¨.

La afluencia de dinero ha modificado a Asunción. En 1862 es una ciudad moderna, de calles bien delineadas y cuidada edificación sin perder su fisonomía tropical: el Teatro, el Club Nacional, el Oratorio de la Virgen construidos por el arquitecto italiano Ravizza contratado por el gobierno, y el Palacio Nacional delineado por el inglés Taylor que lucía esculturas de piedra debidas al cincel de Moyniham, son de belleza severa. Pero también ha crecido en cultura a pesar de que desde los tiempos misioneros había sido una tierra ¨donde todos saben leer y escribir¨, como decía Alberdi en 1862. Gracias a los desvelos de don Carlos, la instrucción media y superior se ha desarrollado considerablemente: la Escuela Normal, fundada por el español Bermejo, es un modelo en América; se hacían estudios intensivos de gramática, matemática, historia, lógica, catecismo; en la de Matemáticas de Pedro Dupuy se profundizaba el conocimiento de las ciencias exactas; en el Colegio Seminario del padre Maíz se daban lecciones de Filosofía y Teología. Si corta vida tuvo el Aula de Derecho creada por Juan Andrés Nelly, más tiempo sobrevivió la Academia Forense de Zenón Rodríguez. Dos escuelas de niñas, regenteadas por Eduvigis de Rivière y Dorotea Duprat, educaban a las mujeres paraguayas. Y la Escuela de Impresores y Litógrafos de Carlos Rivière impartía una inapreciable enseñanza profesional.

No terminaba en la Escuela Normal ni el Seminario, la Academia Forense o la Escuela de Matemáticas, la educación de los jóvenes paraguayos. Quienes se habían distinguido en ellas, eran mandados por el gobierno a perfeccionar sus estudios de derecho, medicina, ingeniería o humanidades en las universidades europeas. Por una ley de 1858, dieciséis jóvenes optaban anualmente a las becas.ç

Paraguay carecía de deuda exterior. Y por su inmensa riqueza la emisión de 200.000 pesos en papel, sola moneda circulante, se mantenía a la par (5,10 francos por cada peso paraguayo). Era un modelo en América la República Paraguaya, donde la vida era sumamente fácil con la sola condición de haberse tenido la dicha de nacer allí y prestar en forma de trabajo manual, de labor intelectual o de tareas militares, su parte de servicios a la comunidad.

Don Carlos dejaba el 10 de setiembre de 1862 un país rico, tranquilo, fuerte. Un país destinado a una gran misión en América: ¿Guerra…? Tal vez no. Quizá la tarea de anudar los hilos del disperso americanismo no llevase a una contienda militar; quizá pudiera detenerse al Imperio vecino y a los imperialistas lejanos con la sola amenaza. Pero eso sí, Paraguay debería dejar su espléndido aislamiento y jugar bravíamente la carta de la defensa de los pueblos hispanoamericanos. Ya el mitrismo era dueño, después de la inexplicable retirada de Urquiza y por obra de la saña y el terror de las divisiones porteñas, de la República Argentina entera, y Francisco Solano sabía bien el significado del ¨mitrismo¨en la política platense. No se detendría, no podía detenerse, en las fronteras argentinas y no tardaría alguno de los lugartenientes de Mitre en cruzar el río e invadir con cualquier pretexto la República Oriental. El ¨mitrismo¨ era la punta de lanza del colonialismo en el Plata; la minoría extranjerizante que se impone por la ayuda foránea y se mantiene por el engaño y el terror. No habría de admitir que los blancos, mayoritarios y más bien nacionalistas, gobernaran en Montevideo. Y si no podía concluir con el gobierno del Paraguay, habría de aislarlo en el corazón de América.

Rosa, José María: La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas. Buenos Aires, Hyspamérica, 1985. Del Capítulo I: Francisco Solano López.

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