Secretos revelados…

UN DÍA EN LA VIDA DE

JOSÉ DE SAN MARTÍN

 

 

por Ángeles Prieto Barba

            ¿Es exacto nuestro sistema de medir las distancias?, ¿y el tiempo?, ¿cuántas veces no lo utilizamos, acaso, como convenciones con apariencia de cientificidad para negar lazos más fuertes y constantes con la realidad?, ¿cuántas veces no vivimos intensa y plenamente, con todos nuestros sentidos en alerta, en diez minutos más que en todo un año sin que nada ni nadie despierte tanto nuestro interés?, ¿cuántas veces no hemos aprendido más en un solo día que en todo un lustro de estudio, trabajo o relaciones?. Y con las distancias suele pasar otro tanto de lo mismo, pues nuestros lazos y conexiones pueden ser más fuertes o intensos con personas o lugares geográficamente lejanos que con los que tenemos más cerca, como efectivamente miles de personas lo están experimentando ahora con ese invento extraño que llamamos Internet. Pues bien, la historia que vamos a contar ahora tiene que ver con todo eso, pues nos disponemos a hablar de ligaduras innegables y perdurables, justo sobre ese tipo de relaciones que ni el tiempo ni la distancia pueden desbaratar, si acaso aminorar, y por las que estamos condenados a entendernos si es que nos importa aprender, avanzar o crecer con el conocimiento lúcido de lo que somos y de lo que queremos llegar a ser.

Por todo eso, podríamos trasladarnos a la vez a tiempo y espacio cercanos para descubrirnos un poco mejor a nosotros mismos o a una parte importante que delegamos, o no queremos reconocer. Sé bien que el relato de los hechos que me dispongo a narrar son de los que levantan ampollas en ambos hemisferios, pero también es labor terapéutica estudiar e identificar las impurezas de nuestra piel para luego poder limpiarlas. Porque no estamos lejos, ni aparte, ni fríos, ante lo que representan aquellos mitos-personajes, hijos de la Ilustración, esos que un día fueron personas como nosotros y a los que le debemos la mejor parte de lo que actualmente constituimos como entes sociales, o como lo definía Aristóteles, zoom politikon o animales políticos.

         Fijamos por ello nuestra lupa en el que ya es, sin duda, uno de los míticos próceres ilustrados más aclamados y respetados de inicios del s. XIX: José de San Martín. Pues, antes de proclamar a su tierra independiente, ¿cómo podría sentirse: español o indiano? Primera pregunta de peso sobre uno de los dos grandes líderes de Sudamérica, dado que nació indudablemente en Yapeyú (Misiones, Argentina), para algunos en 1778 y para otros, con más indicios de veracidad, en 1781. Aunque en principios sabemos que nació allí  por una casualidad forzosa, pues don Juan de San Martín, el padre, ocupaba entonces en dicha provincia el cargo militar, muy mal pagado por cierto, de teniente gobernador. Y es por ello que veremos a nuestro héroe, con sólo 3 ó 6 añitos, según las fechas de distintos historiadores en discusión, volver muy pronto a tierras ibéricas de dónde eran naturales sus dos  progenitores. El niño, por tanto, se criará entre Andalucía y Madrid, iniciando ahí, en la capital de España, una alta y cuidada formación por méritos e hidalguía en el Real Seminario de Nobles, a fin de seguir fielmente la carrera funcionarial paterna. Por tanto, toda leyenda que pueda aún circular sobre juegos infantiles sanmartinianos entre indiecitos guaraníes y salvajes portugueses es por completo apócrifa, fruto de la imaginación sentimentaloide y patriotera de algún historiador con ínfulas novelísticas: El niño San Martín nació y se crió español. Y por los cuatro costados.

Sólo que de este niño “hispano” (dejémoslo ahí) no vamos a hablar, vamos a aproximarnos a otro que nos interesará muchísimo más, toda vez que es el único que nos puede proporcionar respuestas aproximadas de lo que fue y del papel que luego le tocaría desempeñar, por ese desenvolvimiento que nos da la vida y las circunstancias que, en su caso y como no podían ser menos, fueron siempre duras: el joven San Martín, el aprendiz de líder independentista en el que se terminaría convirtiendo. ¿Cómo llegaría a forjarse tamaña idea, qué impulsaría a un ser tranquilo y de orden como era, a jugarse cuello y hacienda para arrostrar semejante aventura, qué conduce a un individuo concreto a abolir su cómodo y propio destino, ya trazado, para forjarse otro lleno de dificultades?

La siempre crónica ceguera, ineptitud y torpeza de nuestros gobernantes, como es sabido, llevaron en mayo de 1808 a la crisis más grande que hubiera conocido jamás el estado español. Pues invadido completamente el país por las tropas napoleónicas, una vez se produjeron las sangrientas salvajadas en Madrid del 2 de mayo, los dos únicos restos del ejército español que aún se conservaban, se encontraban refugiados, respectivamente, en Gibraltar, a las órdenes del general Castaños y en Cádiz, a las órdenes de otro, el capitán general de Andalucía, don Francisco de Solano, nacido en la actual Venezuela y nombrado marqués del Socorro por su impresionante hoja de servicios.

Es fundamental trazar aquí un bosquejo de la personalidad de este último, toda vez que, por estas fechas, nos encontramos ante el principal maestro, impulsor de la carrera militar y amigo del joven San Martín, acogido bajo su mando y protección desde las distintas batallas del Rosellón, en la guerra de España contra la Francia republicana, una vez cortada la cabeza de Luis XVI. Tres lustros, en definitiva, de continua relación los habían acercado y unido. Y asistido juntos a otros tantos episodios de incompetencia política, en los que procuraron acatar insensatas órdenes lo mejor que pudieron. Juntos estuvieron en la llamada “Guerra de las naranjas”, contra Portugal, llevada a cabo por proclamadas razones espúreas, pero con la verdadera finalidad napoleónica de cerrar todos los puertos lusos a los ingleses. O después, juntos también cuando el desastre de Trafalgar (1804), en el que Solano ofreció de inmediato los hospitales gaditanos para curar a todos aquellos, oficiales y marineros del enemigo británico, que habían terminado con nuestra flota y nuestro imperio del mar, en un gesto que le honra.

Por todo ello, don Francisco de Solano no era, ni mucho menos, un hombre común. Por lo pronto, su prestigio militar era tan impecable que había suscitado, desde hace tiempo, los recelos y desconfianzas de Napoleón, como así se atestigua repetidas veces en las instrucciones que envió a Murat: “Haced que observen a Solano. Evitad toda explicación con él” (carta a Murat, duque de Berg, 9 de marzo de 1808). También lo temía por enciclopedista, uno de esos creyentes fieles en la necesidad de Instrucción al pueblo, en cuya biblioteca lucían volúmenes de varios idiomas. Y por otras razones, menos confesables, de política interna o secreta, teniéndolo en su lista negra por haber servido como voluntario en la Guerra del Rhin a las órdenes de Moreau, un curioso personaje, autor de las “Leyes para las colonias francesas en América”, donde ya se concretan cómo llevar las nuevas normas revolucionarias hacia aquel Continente. Solano tampoco era indiferente al tema indiano: había nacido en Caracas. Y por ello podríamos aventurar, dando credibilidad a estos indicios, de que por aquel entonces nuestro imberbe San Martín, tras el trato con Solano, tampoco se mostraba frío ante la revolución de ideas e instituciones, ni respecto a las Américas.  Pues el favor y la amistad de éste debió conllevar forzosamente un conocimiento más que seguro de las ideas de la Ilustración y de la nueva mentalidad revolucionaria, y la consecuencia lógica de que dichas ideas se podían y debían exportar allá.

Solano, además, tenía otra característica en común con San Martín: Solano era prudente. Una de las primeras reacciones de la salvaje represión francesa frente a la rebelión del pueblo el dos de mayo, fue la formación en Sevilla, el 26 de mayo, de una Junta de Gobierno, a fin de hacer frente a la invasión. Junta que tomó el nombre de “Suprema de España e Indias”, contando tan sólo para enfrentarse al enemigo con los dos contingentes militares antes reseñados, uno en Cádiz y otro en Gibraltar, a todas luces insuficientes, pero enviando inmediatamente a Cádiz la orden de alistar y enviar todas aquellas tropas que allí se encontraran contra los franceses. Ante tal mandato insensato pero valiente, Solano estudió la situación de la isla gaditana en el tablero del mar, sin tropas, artillería, ni dinero suficiente, con una flota de barcos franceses al mando de Rosilly anclada ante el puerto y decidió, junto con sus oficiales, que de Cádiz no se movería ni se rebelaría nadie por la evidente situación de inferioridad militar en la que se encontraban. Y publicó un bando en tal sentido, dando a conocer la desastrosa situación, la noche del 28 de mayo, incluyendo además, una sagaz nota crítica contra el proceder de nuestros anteriores gobernantes y también, de estos nuevos adalides que se habían levantado en Sevilla: “Nuestros soberanos que tenían un legítimo derecho y autoridad para convocarnos y conducirnos a sus enemigos (derechos que los de la Junta de Sevilla no ostentaban), lejos de hacerlo, han declarado Padre e Hijo repetidas veces que los que se toman por tales son sus amigos íntimos (Pacto de familia de Carlos IV con Napoleón), y en su consecuencia se han ido espontáneamente y sin violencia con ellos. ¿Quién reclama, pues, nuestros sacrificios?”.  Primero, dejando claro a los gaditanos que declarar de inmediato la guerra a los franceses era condenarlos al suicidio, y también, con la idea de ganar tiempo para que Cádiz, bien resguardada y cerca de los ingleses (Gibraltar), pudiera conspirar con éstos para hacer frente más tarde al enemigo francés. Como así tenía previsto y como así, de hecho, ocurriría cuando el mando estuvo en manos de su sucesor.

Así pues, la mañana del 30 de mayo, festividad de San Fernando, se despertó San Martín en una ciudad muy agitada tanto por la noticia del bando de Solano (no habría guerra contra el francés), como por hombres armados recién llegados de Sevilla que pronto arengaron a las multitudes. Pero el general nada temía, y a la hora del almuerzo en su casa sólo se encontraban unos pocos soldados de la partida de los 30 miñones (o mozos aragoneses) comandados por el entonces teniente del regimiento de Campo Mayor, José de San Martín, y el cuerpo de guardia del general, compuesto por un sargento, un cabo y ocho soldados más, no llegando, por tanto, ni a veinte los hombres que pudieran defenderle. Solano podía confiarse porque era muy querido, llevaba muchos años como capitán general residiendo en Cádiz y realizado obras benéficas y culturales a favor de los gaditanos, aunque también no es menos verdad que se había granjeado enemigos en su afán por limpiar las aduanas y sanear de haraganes y contrabandistas a tantos como vivían, en aquella plaza, del comercio con las Indias.

Esta era la situación y los ánimos se encresparon aún más, pues los agitadores pidieron la declaración de guerra, terminaron por asaltar el parque de artillería, tomaron para sí varios cañones y se dirigieron a la casa de Solano, frente a la murallas de San Carlos, formando esquina en la actual plaza de Argüelles, antes plaza de las Nieves. Y allí los recibieron nuestros hombres, al frente de ellos San Martín, que se vieron sorprendidos y empezaron a disparar al aire, a fin de dispersarlos. Sin éxito. Solano entonces salió al balcón, dispuesto a dar cuántas explicaciones fueran necesarias, pero los gritos de “traidor” y “muerte” no le dejaron hablar. Derriban la puerta, entran en la casa, empiezan a saquearla y el general se apresta a huir por el único lugar que puede: saltando por las azoteas. Se refugia en una casa inmediata, la del comerciante irlandés Peter Strange, cuya esposa Mary Tucker lo esconde en un secreter de aquellos tiempos, oculto tras un escaparate, en su propio dormitorio. San Martín, ante los cañones, decidió no defender la casa y logró huir a su vez, pero antes fue identificado y respondió no saber dónde se encontraba el general. Porque nadie halló, en principio, al general oculto en el secreter, aunque luego surgió un Judas listillo dispuesto a ayudar y así, el hijo del carpintero constructor del escondite, justo apareció para señalar a la plebe dónde podría encontrarse. Y en dicho escondite se hallaba sin posibilidad de escapatoria. Así pues, cogieron a Solano y tras un sinfín de empujones, golpes y cuchilladas de gitanos y marineros, tal y como atestiguaron los testigos de la época, lo condujeron a la plaza de San Juan de Dios, donde le esperaba ya la horca. Cuentan que llegó, por ese trayecto de no más de diez minutos, medio desnudo, desfallecido y ensangrentado, casi sin fuerzas y que, a la hora de la verdad, uno de sus amigos, Carlos Pignatelli, logró llegar hasta él y atravesar limpiamente con su cuchillo el corazón del capitán, al objeto de librarlo de una vez del suplicio y de la afrenta. Otro amigo sacerdote, el magistral Cabrera, recogió sus últimos suspiros, le suministró el Sacramento y condujo al expirado hasta la Catedral, donde durante toda la noche intentaron entrar para colgar de todas formas al cadáver y exhibirlo públicamente. Y al final lo respetaron no por estar muerto, sino por estar acogido “en sagrado” que todavía era un gran tabú en aquellos tiempos entrar con violencia en la Casa del Señor. A Solano por fin lo enterraron en secreto y sin identificar, días después.

Desde aquella noche se desató la caza para todos aquellos que hubieran sido amigos o familiares de Solano. Así el septuagenario Francisco Huarte, pariente suyo, tuvo que refugiarse, por una puerta falsa, en el convento de la Merced tras ver asaltada su casa. O Estanislao, su hermano, que corrió hacia el convento de Capuchinos vestido con el hábito de tal. O José de San Martín, que gracias a sus amigos pudo escapar y huir hacia Sevilla…. Del que desconocemos lo que sentiría entonces, lo que llegaría a pensar, pero en el que suponemos arraigaría firme y segura la idea de que sin ley ni orden nada se podía hacer por el progreso social. Y de ahí esa postura mucho más prudente y conservadora que se le achaca injustamente siempre que se le compara con Bolívar, entre otras razones políticas y contemporáneas, para minusvalorarlo frente a éste.

         ¿Cómo terminó la revuelta?. Pues diremos que surgió, creció y murió según las propias leyes naturales de toda algarada del Antiguo Régimen. El pueblo no se aplacó con la muerte de Solano, ni con la persecución de sus allegados, abrió las puertas de la cárcel, persiguió a los funcionarios de Hacienda y de la Aduana, asaltó las oficinas de crédito… Pero gracias al importante influjo social de la religión entonces, algunas procesiones con crucifijos ayudaron a calmar los ánimos, y más tarde, otro general, Tomás de Morla, asumió el poder y ordenó fortificar las murallas, treta que distrajo y entretuvo a la población mientras optó por seguir los propósitos que ya había dejado escritos Solano: así Morla ganó tiempo, negoció con los ingleses y terminó por conservar, para siempre, y durante toda la guerra, la gran e importante plaza de Cádiz libre del dominio francés. Eso sí, los resultados no fueron felices: España había perdido para su causa al más importante valor militar que tenía a la hora de enfrentarse por tierra con Napoleón, el general Solano marqués del Socorro, y de paso, había ganado la animadversión de otro, no menos valioso, la de José de San Martín, libertador de América. Este mismo que seguiría luchando con arrojo y valor, al todo o nada, en Arjonilla y Bailén contra Napoleón, pero pensando ya en ese movimiento natural que es el exilio y en librar a otros congéneres, sus paisanos, de estos malos gobernantes de órdenes absurdas, los que había conocido en la Península.

         La moraleja de esta historia es evidente, el propósito, claro. Pues, ¿en cuántas ocasiones, desde aquella fecha, hemos luchado todos, en este o en el otro hemisferio, viajando tantas veces de un lado a otro, por librarnos de los malos gobernantes?, unos dirigentes no ya que nos procuraran un mundo mejor, que nunca tanto se les exigió, conformándonos con que nos hicieran la vida sólo posible. Muchas, tantas, y las que nos quedan. Pero lejos de las arengas populistas, las falsas proclamas o los mensajes incendiarios, el camino, largo y difícil, radica en la continua instrucción y en la educación de unos individuos que acaten, porque sea justa y así ellos lo decidan, el Imperio de la Ley.

P.D. Las fuentes utilizadas para este trabajo han sido los historiadores gaditanos Adolfo de Castro (s. XIX), quien contó con testigos contemporáneos para el relato de este linchamiento, y Ramón Solís (s. XX), el mayor experto, hasta la fecha, de todo lo referente a Cádiz y la Constitución de 1812.

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