Las generaciones literarias postdictadura

Lúcido e imprescindible ensayo crítico de Elsa Drucaroff, del cual reproducimos hoy un pasaje que consideramos ¨fundador¨ de  una forma de mirar que se impone.

La vieja generación
de la rebeldía eterna

¨Heredarás la tierra¨, me dijiste,
y me entregaste una pala
para cavar la tumba.
¨Heredarás la tierra¨,
y me dejaste al aire
con un tatuaje negro.

Carlos Juárez Aldazábal (1974)
¨Concepción paterna¨ (2010)

 

Generación a la cual, digámoslo antes que nada, no puedo evitar pertenecer yo misma. El izquierdismo se volvió la ideología oficial de la generación de mando y predominio, en el campo de la crítica cultural, solamente en la postdictadura. No me refiero a ciertos principios o modos de mirar el mundo en pos de un cambio y de terminar con la injusticia que sufren los más débiles, sino al izquierdismo como gesto provocativo y rebelde. Me refiero a protagonistas de la generación de mando que se paran al frente de los jóvenes contestatarios, explicándoles que nadie podrá ser nunca más joven y contestatario de lo que han sido los que los dejaron huérfanos, de lo que ellos –los que sobrevivieron y son padres- son ya desde hace muchas décadas. Hoy la generación de mando y predominio tiende, en el campo literario, a barrer la posibilidad de rebeldía de los nuevos, quienes la perciben como sobreviviente de una masacre que la legitima. Y me pregunto si esto no funciona aun por fuera del campo literario, como núcleo de relación o percepción de hijos a padres, hoy, en el progresismo. Así, los más grandes se vuelven de hecho inimitables, a menos que los nuevos intenten una siniestra parodia de riesgo, provocación y ritual grupal suicida, por ejemplo tirando una rebelde bengala al techo inflamable, o confundiendo la acción política contra el orden social con el descontrol del coma alcohólico. O con la pelea lumpen mafiosa por el dinero de la fotocopiadora del centro de estudiantes.

La primera alusión se refiere, por supuesto, a la tragedia acaecida en la discoteca República de Cromañón: el incendio durante un recital de rock de Callejeros (banda inscripta en la tradición contestataria que inició el hoy ¨rock nacional¨ en los años 60). Callejeros era seguido por adolescentes y jóvenes con inquietudes sociales; la tragedia ocurrió en Buenos Aires, la noche del 30 de diciembre de 2004; la desencadenó el ritual de arrojar bengalas, algo que ya había producido víctimas ocasionales entre los asistentes a recitales (quemaduras, pérdida de ojos) sin que esto despertara en el público o en los padres de los adolescentes especial alarma. Al contrario, existen testimonios mediáticos de los abucheos (por parte de periodistas, público y artistas) que recibía la policía cuando intentaba reprimir esa costumbre peligrosa. Aquel 30 de diciembre, un par de jóvenes desoyeron la advertencia de los organizadores del recital (días atrás ya se había producido un principio de incendio) y tiraron una bengala a un techo recubierto por un material altamente inflamable, que estaba prohibido por la ley para uso en interiores. Los organizadores habían encerrado al público para que nadie entrara sin pagar y el local tenía mucha más gente que la que física y legalmente  podía reunir sin riesgos. Hubo ciento noventa y cuatro muertos (varios de ellos bebés y niños pequeños, hijos de padres muy jóvenes que habían improvisado una guardería en uno de los baños del lugar) y más de 700 heridos. Pareciera que los adultos que incumplen la ley (el empresario dueño del local habilitado pese a todas las irregularidades, el gobierno de la ciudad, que acepta sobornos por permitir lo inaceptable) hubieran sido el modelo para los adolescentes y los organizadores que concibieron un baño como guardería, o para los dos o tres que lanzaron la bengala asesina; esto se combina con la irresponsabilidad demagógica de los músicos y con el factor que estoy intentando subrayar: la autodestructividad de una generación que, para lograr cumplir el mandato ¨sé rebelde¨, a lo mejor se ve impulsada irresistiblemente a subir cada vez más la apuesta, hasta que encuentra el último límite posible, hasta que Algo, por fin, le exige la más definitiva y fatal de las obediencias.

La tercera alusión que acabo de hacer aporta uno de los tantos ejemplos de la lumpenización de la militancia política en las generaciones de postdictadura: una violenta pelea entre dos agrupaciones de izquierda que se habían aliado exitosamente para ganar el centro de estudiantes, pero que se enfrentaron, muy poco después, simplemente por negocios: el control de la fotocopiadora. Ocurrió en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V González, en la ciudad de Buenos Aires, el 9 de marzo de 2006. En la contienda, un joven ¨militante¨ sacó un arma de fuego, otro fue inmovilizado en el piso mientras varios le propinaban fuertes patadas y terminó internado, con costillas rotas. No hubo muertos, tal vez porque se interpuso (con valentía inusual en estos tiempos) una rectora o vicerrectora de la casa, que también fue derribada de un empujón; pero es probable que esta aparición adulta que se atrevió a decir ¨basta¨, este acto de autoridad y responsabilidad de un integrante de la generación de mando y predominio que renuncia a la ¨rebeldía eterna¨ (infrecuente entre los progresistas que ocupan lugares directivos en la enseñanza superior) haya sido lo que evitó una tragedia.

De todos modos, cuando el consejo superior intentó continuar por esta vía, y tomar medidas contra el alumno que sacó el arma de fuego, las organizaciones de izquierda y los profesores ¨izquierdistas¨ de la generación de mando y predominio, unieron sus voces contra lo que denominaron ¨autoritarismo¨y ¨actitudes fachas¨. La institución no logró castigar, probando una vez más que la derrota que significó la última dictadura no solamente arrasó con el campo popular entre 1976 y 1983: arrasó con conceptos enteros. En términos voloshinovianos, palabras como ¨orden¨, ¨respeto¨ y ¨autoridad¨(que tenían, y pueden volver a tener, un sentido completamente distinto del orden de los cementerios, el respeto por temor a la autoridad despótica) fueron apropiadas por la reacción, que hoy dicta sus significados también para los izquierdistas. Hemos sido incapaces hasta ahora de disputar estas palabras a la derecha, de recuperar nuestra propia versión del orden como consenso indispensable para realizar tareas productivas, el respeto como consideración a quien se lo gana y la autoridad como productora del respeto crítico, tres componentes imprescindibles para el éxito de una empresa colectiva.

En este contexto, ¿cómo podría surgir una generación con una rebeldía propia y constructiva? El grupo Contorno no hubiera aparecido en un medio social como el menemismo. Cada uno de sus miembros, seguramente, hubiera producido textos y pensamientos en lúcida soledad. Cuando la sociedad considera la literatura apenas un modo de perder el tiempo, cuando la política es la oportunidad de enriquecerse y la rebeldía, el patrimonio exclusivo de  una generación nostálgica e irresponsable que vive sus mártires, es difícil construir un grupo como Contorno, y si aun así se lo construye, es casi imposible que logre visibilidad, influencia y repercusión. Por eso en esos años 90, y hoy también, aunque bastante menos, cada uno de los escritores jóvenes se deja convencer por los reproches de sus ¨padres¨ militantes, sobrevivientes, admirables.

Lejos estoy de hacer una acusación personal contra los protagonistas de la cultura que etiquetaron como despolitizados a los escritores de los años 90. En todo caso, sus palabras condensan una ilusión que ellos instalaron pero que aceptaron y compartieron todas las edades, donde la generación militante se visualiza eternizada en su intrépida novedad en vez de asumir con responsabilidad la consecuencias del lugar de poder que objetivamente ocupa. Niega  lo que es de hecho: la generación que tiende al mando en el campo literario, no al margen; la que tiende a dictar el canon y proteger su tradición, no a romperla (se entiende que uso ¨generación¨ del modo flexible ya explicado, no considero que automática y absolutamente la edad habilita para ocupar una posición de mando o una de ruptura sino que hablo de tendencias, no importa si existen excepciones).

Es paradójico: una generación que tanto hizo por tomar el poder, cuando llega a é, al menos en su ámbito profesional, y llega por caminos merecidos, apoyada en su propia trayectoria, no logra asumirlo, no se hace cargo. ¿Pero acaso está mal llegar al poder cuando se ha trabajado dignamente para ello? ¿Por qué un pensador de la talla de Viñas precisa decir de sí mismo, en medio de su gloria: ¨yo no tengo espacio, no accedo a la corte, yo soy un anarco que anda por el mundo¨, y asegura incluso temer por su seguridad, ser ¨quemado¨ como a una ¨bruja¨ o una ¨vieja loca¨? ¿Realmente está hablando en serio? Si él lleva esta versión absurda de sí a su máxima expresión, no hace más que evidenciar lo que a menudo late en las declaraciones de muchos que encarnan hoy la generación de mando y predominio.

Drucaroff, Elsa: Los prisioneros de la torre –Política, Relatos y Jóvenes de la Postdictadura-. Buenos Aires, Emecé, 2011. Páginas 163 a 166.

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