Rosas: sobre la campaña de 1833

Una cacería de hijos de la tierra

 

 

 

Como en ningún otro texto, en El Indio del desierto *, de Dionisio Schoo Lastra **, se develan las acciones militares de exterminio de nuestros aborígenes. Fue la denominada Primera Campaña del Desierto, en la que sólo la columna de la izquierda, al mando del Brigadier Rosas avanzó hasta el río Colorado, desprendiendo desde allí a sus Comandantes en persecución del enemigo. Texto sumamente práctico, si de lo que se trata es comprender cuál fue la visión criolla de la guerra contra el indio, como así reveladora de las fuentes seguidas por el autor reproducido, subalterno de Roca en la posterior Conquista. Síntesis de lo transcripto ofrece el siguiente párrafo, de bestial crudeza: … el indio, terror de la frontera y enemigo de ser tenido en cuenta sobre su línea, atacado tierra adentro, en sus toldos, era un ser inferior, indigno de las fuerzas armadas, que no hallaban en él un adversario, desde que su destrucción adquiría los caracteres de una cacería… Se han respetado algunas de las citas originales del texto, por considerárselas verdaderamente interesantes. Los subrayados y las bastardillas son nuestros.

 

El general Pacheco llegó al río Negro el 10 de mayo, y remontándolo hasta la isla de Choele-Choel, estableció en ella su cartel general, para desde allí, lo mismo que su jefe desde el Colorado, organizar la batida del territorio. Los dos campamentos: el del Colorado y el de Choele-Choel, fueron así las bases o puntos céntricos de donde irradiaron simultáneamente todas las acciones de la campaña, y ambos podían ser provistos y atendidos desde los puertos de Bahía Blanca y Patagones.

A la división del general Pacheco le correspondió la primera acción de armas, aproximadamente a los dos meses de iniciada la campaña, y antes de su llegada a Choele-Choel. Remontando el río Negro por su margen izquierda, sorprendió los toldos del cacique Payllarén, quien fue muerto con una veintena de los suyos que lo rodeaban. Un sargento y varios soldados, con sus armas, municiones y correaje ceñido, perecieron ahogados, víctimas de su propio ardor al lanzarse a un arroyo para acometer a los indios.

El mismo jefe, al ocupar la isla de Choele-Choel con 300 hombes, que fue lo que pudo hacer pasar a ella disimuladamente en un día, sorprendió las tolderías de sus habitantes, resultando un número de muertos incalculable durante las 48 horas que la tropa dispersa empleó en persecución de los indios por montes y pajonales. Encontráronse 20 cautivas cristianas cuya situación, según el general Pacheco, no podía contemplarse sin irritación. Fueron tomados 200 prisioneros de ambos sexos, que, unidos a los anteriores de la división, hacían un total de 400, y a ellos y a los escasos indios dispersos que habían seguido a su cacique Chocory, que se había ausentado para merodear en las inmediaciones de Bahía Blanca, quedaba reducida aquella tribu, una de las chilenas invasoras de más crédito entre las indiadas.

A su paso por el arroyo Napostá, había hecho Rosas, en un parlamente, comprender a los indios boronas que si querían ser reconocidos como amigos de los cristianos, según ellos se declaraban, era preciso lo demostraran, marchando con la fuerza del teniente coronel Manuel Delgado al ataque del cacique Yanquetruz y sus ranqueles, lo que éstos así hicieron. Los perseguidos, tras una fuga de 21 días, ganaron los montes, abandonando familias, tolos y haciendas. Los cacique Marileo, Antibil, Mariqueo, Gueli y Payué Carrané, con 300 de los suyos, la mayoría a pie, se presentaron al teniente coronel Delgado pidiendo merced a cambio de lo cual éste les reclamó la cabeza de Yanquetruz, que ellos no podían conseguir, puesto que le cacique había huido con 60 hombres adictos.

Una columna desprendida del campamento del Colorado, a las órdenes del coronel Pedro Ramos, lo remontó por su margen derecha en 40 días de marcha hasta pasar el camino de Chalileo y cerro Payén, llegando a 30 leguas del fuerte San Rafael, en Mendoza, a la vista de los Andes. En su recorrido de 140 leguas, según el parte del coronel nombrado, dio solamente con 60 indios batidos por la vanguardia, que sufrió la pérdida de 1 sargento y 3 soldados muertos, y que tuvo heridos en aquella oportunidad al jefe e la misma, mayor García, al teniente Duarte, al alférez Peredo y 4 hombres de tropa.

Entre el cuartel general del Colorado y el de Choele-Choel, comunicaciones continuas individualizan y señalan la posición de los grupos de indios perseguidos por una, dos o más partidas, hasta tomarlos u obligarles a desaparecer en los montes o travesías.

El mayor Ibánez, destacado por el general Rosas, sorprendió los toldos del cacique Cayupan; 20 indios y 5 indias murieron en el claro o patio central de los mismos, batiéndose con extraordinaria bravura; fueron tomados 76 prisioneros, y el cacique consiguió salvarse ocultándose en un carrizal; de allí, huyendo, fue a dar contra una partida de retaguardia de la División Pacheco, enviada a capturarlo; de 35 personas que lo acompañaban, 29 quedaron prisioneras y 6 hombres fueron muertos. Cayupan pudo huir solo esta vez, y de nuevo en el desierto lo rodearon 45 de sus indios perdidos y hambrientos, entre ellos mujeres y criaturas, con todos los cuales se presentó al cacique, entregándose el coronel Ramos, quien lo remitió al campamento del general Rosas.

Rosas, preocupado por la escasez de hombres y elementos para el cuidado y alimentación de la cantidad de indios que resultaban prisioneros, indicó al coronel Ramos que en lo sucesivo, tratándose de adultos –no de mujeres ni criaturas- sólo le mandase los de verdadera importancia; pero si no la tenían, luego de tomarles declaración, que los dejara atrás con una guardia, a cuyo jefe instruiría para cuando quedaran solos los ladeara al monte, y allí los fusilase. Daban las instrucciones el nombre del oficial capaz de servir de verdugo, agregando que si luego eran echados de menos los prisioneros, podía decirse que, habiéndose querido escapar, la guardia había cumplido su consigna de hacer fuego sobre ellos. No convenía, al avanzar sobre una toldería, tomar muchos prisioneros vivos, pues con 2 o 4 bastaba, y si había más, en caliente no más debían matarse. No había cómo guardar los prisioneros seguros.

El comandante Miranda, internado tras unos indios fugitivos, dio con ellos cuando se lanzaban a galope, en el instante en que, teniéndolos a tiro de pistola, sus caballos agotados en 6 días de marcha por guadales y costas de sierra, se le quedaron al trote.

Remontando el Río Negro, el comandante Sosa da inesperadamente con una indiada del otro lado de una laguna, y sin vacilar lánzase con el escuadrón al agua, pues este era el modo más directo de llegar al enemigo: quedaron 23 indios muertos, 5 prisioneros y el sable y cota de malla del cacique Chocory, que andaba como alma en pena a encontrones con las partidas desprendidas tras él.

Otro escuadrón sobre el mismo río sorprende los toldos de Pichiloncoy, y, del ataque a fondo sólo salvan algunos prófugos internándose a pie en los montes inmediatos, y de otros que se arrojaron al río Negro con el cacique, sólo uno salió a la margen opuesta a morir de frío, mientras a los demás se los llevaba la corriente.

Una mañana de mediados de julio, al salir el sol, desprendidos de la División Pacheco, 25 nadadores con sus caballos en pelo se lanzaron a través de un brazo del río Negro para atacar los toldos de la gente de Veylocurá y Lupyl. Otros tantos soldados con el teniente Ferrat, embarcados en dos botes la noche anterior, siguiendo el curso del agua, debían avanzar simultáneamente hacia los mismos toldos por la espalda: detenidas las embarcaciones por obstáculos del cauce, los hombres siguieron a pie, debiendo cruzar 12 cuadras por entre un bañado con el agua a la cintura, quebrando el hielo con las culatas de sus tercerolas. Llegados los atacantes a su destino, encontraron la casi totalidad de las tolderías vacías y a poco de estar allí vieron con sorpresa aparecer a las familias indias saliendo del curioso escondite en que se habían ocultado. Las aguas del río, al retirarse en un descenso, habían dejado suspendida sobre las extremidades de los abundantes arbustos del lugar su superficie de hielo en una extensión considerable; en ella se acumularon capas de nieve endurecidas por las heladas, y bajo aquella bóveda se refugiaron las familias que estaban sin sus hombres, atemorizadas ante la aproximación de la tropa; el frío las obligó a salir, según explicaron. La mayoría de los soldados que habían marchado sin mujeres se unía a las indias, lo cual era autorizado por el comando como un medio de dulcificar los rigores de la campaña, y en particular, la temperatura glacial.

Partiendo de Choele-Choel, los comandantes Sosa y Hernández, con 200 hombres, cruzan la travesía y, remontando el Colorado, a los 3 días, sorprenden los toldos de Unguñan, sobre el camino de la Sal, punto de reunión de 53 indios, quedando prisionero el cacique Painé, con 6 de los suyos y setenta y tantas mujeres. El cacique fue enviado a Rosas, en el Colorado, por considerársele al tanto del movimiento e intenciones de las indiadas.

 

El cacique Yanquiman, con ciento y tantos indios, entrando hasta la sierra de la Ventana, a retaguardia del ejército, mató al capitán Felipe Rodríguez y a 4 soldados de una posta. El comandante Miranda, lanzado en su persecución, consiguió tomarlo; llevaba el cacique puesta la camisa del capitán muerto y en uno de sus cargueros se hallaron el tirador y otras prendas del mismo (26).

Cumpliendo instrucciones de su jefe, el general Pacheco, a mediados de octubre marchó de Choele-Choel con 400 hombres, remontando el río Negro hasta su origen en la confluencia del Limay con el Neuquén, es decir, el vértice inicial del territorio del Neuquén. En su tránsito encontró asientos de tolderías abandonadas unos cuatro meses antes y rastros de consideración, anteriores de un mes, que fueron seguidos por la columna en las últimas veinte leguas de su recorrido.

En su última jornada ordenó el general Pacheco que dos escuadrones bien montados adelantasen dos marchas dobles. De éstos, algunas partidas pasaron a nado el Neuquén, recorriendo la costa del Limay y el camino de una cuchilla; el resto de los escuadrones costeó el Neuquén; comprobaron que los rastros seguidos por la columna se dividían en dos caminos allí existentes, notándose que los indios se habían detenido poco, marchando a largas jornadas.

No faltaron deseos al general Pacheco de avanzar sobre los rastros hasta el pie de los Andes. Animábanlo la excelente disposición de la tropa, el buen estado de la caballada, invernada en Choele-Choel, y la comodidad que le ofrecía el camino tendido a su frente; pero la suposición de que dichos rastros se internaran en las montañas, pasando a sus faldas occidentales y, sobre todo, la preocupación de no alejarse demasiado sin órdenes precisas, exponiéndose a dejar paralizadas las que hubieran podido impartírsele, hicieron que desde allí volviera a Choele-Choel, adonde llegó el 29 del mismo mes de octubre.

Dispuesto el regreso del ejército expedicionario, el general Rosas, en su parte final al excmo señor general en jefe del ejército combinado contra los indios enemigos, director de la guerra, brigadier Juan Facundo Quiroga, el día de Navidad del año 1833, refiriéndose a los puntos extremos alcanzados por la División Pacheco a los 38° de latitud y 11° de longitud occidental del meridiano de Buenos Aires, y por la columna del coronel Ramos en el Colorado, hasta la intersección de los 36° de latitud con los 10° de longitud, dice que ambas fuerzas hubieran podido seguir sin dificultad hasta las fronteras de la república hermana, pero que los acontecimientos del momento, las desgracias domésticas, lo impedían.

Sin incluir los indígenas de toda clase y edad que perecieron ahogados, de hambre y de frío, huyendo en las travesías y a través de la cordillera, y los heridos que sucumbieron en la misma forma, sobre cuyo total incalculable el general del ejército de la izquierda llamaba la atención de las autoridades, se registraron: 1415 indios muertos, 382 hombres de armas y 1642 individuos de ambos sexos prisioneros y 409 cautivas y cautivos cristianos rescatados. Quitáronse a los naturales 2200 animales vacunos, 1600 lanares y 4255 yeguarizos.

La campaña del brigadier Rosas hizo evidente algo demostrado en todos los tiempos, desde la expedición del maese de campo don Juan de San Martín, antes del Virreinato, hasta la del coronel Rauch: el indio, terror de la frontera y enemigo de ser tenido en cuenta sobre su línea, atacado tierra adentro, en sus toldos, era un ser inferior, indigno de las fuerzas armadas, que no hallaban en él un adversario, desde que su destrucción adquiría los caracteres de una cacería. El encarnizamiento de las fuerzas armadas con aquellos desgraciados era una triste necesidad de la clase de guerra que imponían las circunstancias a ejércitos de efectivos reducidos en relación al campo en que debían actuar: si las tropas, en vez de caer como el rayo sobre las tolderías, permanecían a la expectativa, entonces los indios, transformados, caían sobre ellas, como habían de seguirlo haciendo durante medio siglo más en las fronteras. Y a quien no hubiera estado dispuesto a entenderlo así y pretendiera haber sometido por medios elementales a las tribus nómadas, le hubiese ocurrido lo que a los misioneros: los indios levantaban campamentos, desaparecían y los dejaban solos, en la situación desairada que debió dar origen al dicho aquel de predicar en el desierto.

El sabio Darwin, que visitó a Rosas en su campamento del Colorado; De Ángelis, cuya colección de documentos es una fuente histórica de inestimable valor; las autoridades de Buenos Aires, su Legislatura, la prensa y, en una palabra, la opinión pública en general, reconocieron la magnitud del servicio que él prestó a su país con su gran esfuerzo militar. Si no concluyó con el indio, de lo que no estuvo lejos, fue porque con su reducido ejército no era humanamente posible hacer más: no pudieron ser batidas las faldas orientales de los Andes, ni las grandes extensiones en que debieron actuar los ejércitos de Aldao y Ruiz Huidobro, ni fue posible la ocupación militar permanente de los pasos del sur, indispensable mientras en sus faldas occidentales hubiera indígenas dispuestos a franquearlos, libres de la vigilancia de las autoridades del país hermano, que, lo mismo que nosotros, estaba aún lejos de haber entrado en posesión plena de su territorio.

La creencia generalizada en seguida de la campaña de 1833, de que con ella se había resuelto el problema del indio, no fue compartida por su autor. Antes de abandonar Rosas el campamento del Colorado, llegó a su conocimiento que los ranqueles, situados en la parte del territorio que debió recorrer la División Ruiz Huidobro, habían entrado a malón en la Guardia y población de La Esquina, en el deslinde de Córdoba y Santa Fe. Él no quiso volver a Buenos Aires, sin empeñarse en el escarmiento de los invasores, y desde allí escribió a Quiroga: Luego que tuve el citado aviso, a pesar de la distancia y estación, puse en exercicio cuanto me fue posible para que fuesen atacados y escarmentados de muerte aquéllos, siempre que lograsen escapar con el robo sin poder ser seguidos por las fuerzas de la provincia invadida. Espero un feliz resultado, asegurando a V.E. que, si así no fuere, seguiré trabajando cuanto esté en la esfera de mi posibilidad hasta conseguirlo.  Desgraciadamente, no fue posible conseguirlo, porque los ranqueles mantuvieron su actividad; las tribus no destruidas al norte y noroeste del desierto, sirviendo de núcleo a indígenas dispersos, fugitivos o llegados del Pacífico, no dejaron de actuar sobre las fronteras.

El 13 de marzo de 1834 los ranqueles avanzaban a la villa de Río Cuarto, derrotando a los dragones de la guarnición, hasta concluir con casi todos, muriendo en aquella invasión también vecinos conocidos: Salinas, Balmaceda y un Reynafé, hijo de don Guillermo.

Vuelto Rosas al gobierno de Buenos Aires, hubo de ocuparse inmediatamente de la defensa de la frontera y de la represión de los avances de los indios. A la actividad de éstos correspondieron las tropas con encarnizamiento despiadado, como si de un extremo a otro de la línea se obedeciera a una consigna. De las guardias afluyeron los partes al Excmo gobernador y capitán general de la provincia, ilustre restaurador de las leyes, con los encabezamiento de rigor: ¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Rosas o muerte!

En su reciente retirada del ejército, el brigadier Rosas había reforzado las guarniciones de Bahía Blanca y Patagones con el Regimiento de Blandengues, apostando respectivamente en dichos puntos 300 y 200 plazas del mismo. La habilitación de un nuevo fuerte entre ambos facilitaba su comunicación.

A poco de haber dejado aquella parte del territorio el ejército expedicionario, con intervalos de escasos meses, ocurrió allí algo sin importancia aparente en su aspecto del momento, pero que con el correr del tiempo había de resultar trascendental en la vida del desierto: en 1834, el cacique Calfucurá, natural de Llona, en Chile (33), cruzó con sus indios los Andes y vino a instalarse con ellos al sur de Buenos Aires.  Aliado al principio con los boronas, que estaban en paz y eran auxiliares del gobierno de Rosas, no sufrió molestia alguna por parte de la guarnición de Bahía Blanca, hasta que, habiéndose suscitado entre él y dichos indios una reyerta por cuestiones de predominio, les llevó un ataque, matándoles a cacique principal Rondeau y al cacique Melín. Reaccionaron los boronas y, protegidos por las tropas de Bahía Blanca y por el cacique Venancio, auxiliar de éstas, con sus indios de pelea, en dos corridas hasta la travesía, obligaron a Calfucurá a huir con sus indios precipitadamente por el camino del Chalileo. Por suerte suya lo hizo a tiempo, porque sus hombres rezagados fueron degollados por sus perseguidores (34).

Los hechos de armas que siguieron a la expedición de 1833 demuestran que fue preciso un nuevo y verdadero esfuerzo para contener a los indios sobre las fronteras de Buenos Aires.

El cacique Cañuquir, desde el sur de la provincia, proyectaba una invasión; en dos avances la división de Bahía Blanca, reforzada con sus indios amigos, dio cuenta de él… Su cabeza quedó oscilando en una pica sobre los lugares en que yacían 650 de los suyos muertos, y los sobrevivientes, más de 900, fueron hechos prisioneros (35). Los indios aliados de las fuerzas de Bahía Blanca combatían con la mejor disposición a los naturales rebeldes; pero aquella vez el espectáculo de los campos de Guaminí y Languillú, enrojecidos con la sangre de sus hermanos, debió resultarles excesivo, porque, de regreso a Bahía Blanca, como poseídos, fueron desde su campamento hasta la fortaleza acuchillando a cuantos cristianos hallaron a su paso, cautivando a cuantos cristianos hallaron a su paso, cautivando las familias y ganando el desierto a la vista de la guarnición, impotente por su inferioridad numérica y porque, habiendo dejado sus caballadas para reponerse en Sauce Grande, estaba a pie. Los indios sublevados eran 800. Además de los troperos y labradores que perecieron a sus manos, 2 oficiales y 70 soldados murieron en la refriega. Al cacique Venancio Coñuepán se lo llevaron vivo, quedando la duda de si se habría puesto de acuerdo con ellos, después de haber servido tantos años como excelente auxiliar a la fortaleza.

Y, en una madrugada de agosto, la División del Sur, accidentalmente a las órdenes del coronel Nicolás Granada, fue atacada en su propio campo de Tapalqué por 1200 indígenas, en su mayoría recién llegados de Chile; providencialmente estaba la fuerza en formación, pues se acababa de echar diana; tocóse generala y, con la sorpresa consiguiente del encuentro, se aguantó la carga a pie y a mazazos de carabina. Allí murieron el teniente Ferrer y 23 hombres de tropa y cayeron heridos el teniente coronel bustos, los capitanes Duarte y Recabarren y 34 soldados. Montada la división, derrotó al enemigo campo afuera, matándole más de 150 hombres.

(26) NOTA ORIGINAL: Archivo General de la Nación. Comunicaciones de Rosas a la Inspección General de Armas y al generalísimo Quiroga.

(33) NOTA ORIGINAL: Comunicación del intendente de la provincia de Valdivia al gobierno chileno, transmitida por éste al gobierno argentino. Archivo del Ministerio de Guerra.

(34) NOTA ORIGINAL: Partes del comandante Zelarrayán, segundo jefe del Regimiento de Blandengues, al gobernador Rosas, publicados en los N°s 3408 y 3449 de la Gaceta Mercantil.

(35) Partes de los comandantes Sosa y Martiniano Rodríguez al gobernador Rosas, publicados en el N° 3944 de la Gaceta.

* El Indio del Desierto 1535-1879, de Dionisio Schoo Lastra. 3ª Edición, Biblioteca del Suboficial –Círculo Militar-, Buenos Aires, 1937.

** Schoo Lastra, Dionisio. Subalterno de Roca durante la mal llamada Campaña del Desierto, escribió casi todos sus libros –el que ahora transcribimos parcialmente, Alarido y La lanza rota– en París, donde residió hasta su muerte.

 

 

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