solitario, como un héroe de Hoffman

El rey de Apemama,

un comerciante real

 

Existe un gran personaje en las Gilbert: Tembinok de Apemama; un hombre notable, el héroe de los cantos, el tema principal de las conversaciones. En el resto de las islas, los reyes fueron asesinados o sometidos a tutela. Sólo queda Tembinok, el último tirano, el último vestigio de una sociedad desaparecida. Los blancos se han establecido ya en otras partes, se construyen casas, beben ginebra, se entienden con los débiles gobiernos insulares. En cambio sólo hay un blanco en Apemama, cuya presencia simplemente se tolera, que vive lejos de la corte, a quien se espía y vigila como haría un gato con un ratón. En todas las demás islas va y viene un sinfín de visitantes indígenas que viajan en grupos y a veces prolongan su periplo durante años. Sólo Apemama queda al margen, pues el turista teme ponerse al alcance las garras de Tembinok. El temor a esta Gorgona los persigue e inquieta hasta que regresan a su hogar. Maiana le rindió tributo una vez; en cierta ocasión invadió y conquistó Nonuti, primer paso hacia el imperio del archipiélago. Un navío de guerra inglés apareció en escena, y el conquistador se vio obligado a aflojar la garra; su carrera quedó frustrada desde el principio y su arsenal de guerra, que tan caro le había costado, se hundió en la laguna. No obstante, tal acción tuvo su efecto; el temor que inspira agita todavía las islas periódicamente, corren rumores de que reúne sus canoas para una nueva invasión, e incluso se menciona el destino, y Tembinok figura en los cantos de guerra patrióticos de las Gilbert como Napoleón en los de nuestros abuelos.

Nos hallábamos en el mar, después de zarpar de Mariki rumbo a Nonuti y Tapituea, cuando un viento se levantó de pronto y nos empujó hacia Apemama. Modificamos de inmediato el itinerario, todos los brazos trabajaron en la limpieza del navío, se pulieron los puentes con piedra pómez, se fregaron las cabinas y se inspeccionaron los pañoles. Durante nuestro crucero, la Equator jamás se había acicalado tanto como lo hizo para Tembinok. Y no fue el capitán Reid el único que exigió  estas coqueterías; observé que otra goleta que, por casualidad, llegó durante mi estancia en Apemama, también había practicado el dandismo en aquella ocasión. Son los dos únicos casos de este género que encuentro entre mis recuerdos de los mares del Sur.

Llevábamos a bordo una familia de turistas indígenas, desde el abuelo hasta un recién nacido, que se esforzaban (a pesar de una interminable serie de infortunios) por llegar a su isla natal de Perú, en las Gilbert. Cinco veces habían pagado ya su pasaje y subido al navío; cinco veces les habían engañado y desembarcado, sin un céntimo, en islas extranjeras, o los habían llevado otra vez a Butaritari, su punto de partida. Esta última tentativa tampoco había sido muy feliz, ya que sus provisiones estaban agotadas. Ya no se hablaba de arribar a Peru, y ya se habían resignado a permanecer desterrados en Tapituea o Nonuti.

Con aquel cambio de viento, su azaroso objetivo se vio modificado una vez más y, como el piloto del barco del derviche mendicante (1), cuando aparecieron las montañas negras, mudaron de color y se golpearon el pecho. Su campamento, que estaba en la cubierta del combés, resonaba con sus lamentos. ¡Los obligarían a trabajar! ¡Los convertirían en esclavo! Toda esperanza de fuga era vana; deberían vivir, trabajar y morir en Apemama, en la guarida del tirano. Aterrorizaron de tal modo a los niños que tuvimos que sacar del puente a uno de ellos (un muchacho alto y robusto) deshecho en lágrimas. Su miedo carecía de fundamento. Dudo que se les permitiera entregarse a la pereza, pero puedo asegurar que los trataron con bondad y generosidad, pues cerca de un año después volví a coincidir con estos inconstantes vagabundos a bordo del Janet Nicoll. Tembinok les había costeado la travesía; ellos, que habían desembarcado de la Equator en la más absoluta miseria, reaparecieron en el Janet con vestidos nuevos, cargados de esteras y regalos, y con una buena provisión de víveres, de los cuales se alimentaron durante todo el viaje; los vi repatriados por fin y puedo decir que demostraron más dolor al abandonar Apemama que alegría al regresar a su patria.

Llegamos por el pasaje del norte (el domingo 1 de septiembre) tras sortear los arrecifes. Era un día de sol ecuatorial, feroz, pero soplaba una brisa fuerte y fresca, y el segundo de a bordo, que inspeccionaba todos los rincones de la goleta, volvió a subir al puente tiritando. La superficie de la laguna se rizaba en innumerables ondas multicolores; el bramido continuo del mar resonaba alrededor del casco del buque, y la larga y profunda media luna que formaban las palmeras se estremecía y centelleaba bajo el viento. Frente a nosotros, la orilla estaba dominada, a cierta distancia, por un terraza de coral blanco de unos dos metros y medio de altura, coronada por las construcciones dispersas y extrañas del palacio. El poblado se despliega hacia el sur en un grupo de maniaps de elevados tejados. Tanto la población como el palacio parecían desiertos.

Y he aquí que apenas hubimos amarrado cuando, a lo lejos, unas figurillas atareadas surgieron de la playa, una barca se hizo al mar y su tripulación remó hacia nosotros portando la escala del rey. En cierta ocasión Tembinok había sufrido un accidente, y desde entonces temía arriesgarse subiendo por las escalas carcomidas de los navíos mercantes de los mares del Sur; por ello mandó fabricar una pasarela de madera que llevaban a bordo tan pronto como el navío aparecía y que permanecía apoyada contra su costado hasta que volvía a partir. Los remeros de la canoa, después de colocar la pieza, regresaron enseguida a la orilla. No tenían derecho a subir a bordo; tampoco a nosotros nos estaba permitido desembarcar, pues se habría considerado una infracción; sólo el rey podía autorizarnos. Transcurrió algún tiempo, durante el cual la comida se aplazó en honor al gran hombre; el preludio de la escala nos hacía presentir su corpulencia y su carácter ingenioso y sensato, todo lo cual había excitado enormemente nuestra curiosidad. Vimos, pues, con verdadera expectación, que la playa y la terraza se llenaban de pronto de vasallos, mientras el rey embarcaba con su cortejo en una chalupa acorazada que se aproximó a nosotros luchando contra el viento; luego el regio señor subió por la escala con cuidadosa desconfianza y pisó pesadamente el puente.

No mucho tiempo atrás había sido un montón de grasa, una verdadera carga para sí mismo. Algunos capitanes que visitaron la isla le habían aconsejado que anduviera y, aunque esto significaba romper con sus costumbres y tradiciones, practicó el remedio con provecho. Su corpulencia es ahora soportable; es más robusto que grueso, pero sus pasos son siempre pesados, vacilantes y paquidérmicos. Aunque jamás se detiene ni apresura, se ocupa de sus asuntos con una decisión implacable. Siempre que lo veíamos nos sorprendían sus extraordinarias dotes naturales para el teatro: su perfil aguileño, que recordaba la máscara de Dante en el Palazzo Vecchio, su larga cabellera negra, sus ojos brillantes, arrogantes y escrutadores; para quien hubiese sabido utilizarlo con arte, aquel rostro habría constituido una fortuna. Su voz complementaba el aspecto físico, pues era aguda, poderosa, fantástica. En un lugar donde no existe la mda, donde no hay nadie que la imponga ni dispuesto a seguirla en caso de que se estableciera, así como nadie para criticarla, el rey viste –como diría Charles Grandison (2)- según se le antoja. Ora luce ropa femenina, ora un uniforme de la marina; a veces (las más) un disfraz de su propia cosecha: pantalones y levita. El corte es sorprendente por tratarse de un trabajo insular, el tejido es siempre bello, en ocasiones de terciopelo verde, en otras de seda roja. Este traje le sienta a las mil maravillas. Ataviado con prendas de mujer, parece increíblemente sombrío y amenazador. Todavía lo veo venir hacia mí, bajo el sol cruel, solitario, como un héroe de Hoffmann.

Una visita a un barco, como aquella que nos rendía, constituía una fiesta importante y una distracción para Tembinok. No es sólo el único gobernante, sino también el único mercader de su triple reino: Apemama, Aranuka y Kuria, islas fértiles. El taro pertenece a los jefes, que lo reparten, según su criterio, entre su séquito inmediato, pero ciertos pescados, las tortugas –que abundan en Kuria- y toda la cosecha de cocos son propiedad exclusiva de Tembinok.

–         Toda copra mía- afirmó Su Majestad con un gesto de la mano; la cuenta y la vende por casas.

–         ¿Tenéis copra, rey?- le preguntó cierta vez un mercader.

–         Tengo dos o tres casas- contestó Su Majestad-; sí, creo que tres.

De ahí la importancia comercial de Apemama, puesto que el comercio de las tres islas se halla allí concentrado en una sola mano; de ahí también la imposibilidad que han encontrado tantos blancos para adquirir o conversar un establecimiento. Ello explica por qué los navíos están adornados, los cocineros reciben órdenes especiales y los capitanes prodigan tanto sus sonrisas para saludar al rey. Si éste queda satisfecho con la acogida que le han dispensado y los manjares que le han ofrecido, en ocasiones permanece varios días a bordo, y a menudo cada hora reporta un beneficio para la embarcación. Pasa su tiempo entre el camarote, donde se le sirven alimentos exóticos y la bodega, donde goza del placer de comprar en una escala proporcionada a su corpulencia. Algunos cortesanos obsequios velan a la puerta a la espera de su más mínima indicación. En la chalupa, que ha echado el ancla detrás de la embarcación, un par de sus mujeres se protegen del sol con esteras, las olas de la laguna las mecen y soportan verdaderas agonías de calor y de tedio. Esta severidad se perdona de vez en cuando; entonces se les permite subir a bordo. Tres o cuatro de ellas, damas obesas vestidas con ridis vaporosos, recibieron este favor el día de nuestra llegada. Cada una poseía su ración de copra, que constituía su peculium, del cual debía disponer a su antojo. El contenido del pañol –los sombreros, las cintas, los tejidos, los perfumes, las latas de salmón en conserva-,  alegría de los ojos y deseo de la carne, las tentó. Todas tenían una idea fija: el tabaco, moneda de las islas, que para ellas equivale a piezas de oro; se llevaron una provisión a tierra; se marcharon cargadas, pero felices, y a altas horas de la noche las vimos en la terraza real, donde contaban los paquetes a la luz de una lámpara.

El rey no es especialmente ahorrador. Se muestra ávido de artículos nuevos y extranjeros. Una casa tras otra, un cofre tras otro en el recinto del palacio están abarrotados de relojes, cajitas de música, gafas azules, paraguas, tejidos de punto, piezas de tela, herramientas, carabinas, fusiles de caza, medicinas, comestibles europeos, máquinas para coser y, aún más extraordinario, estufas; todo cuando ha deslumbrado sus ojos, excitado su apetito, le ha gustado para su uso y le ha intrigado por su aparente inutilidad. Aún así, su ambición no ha disminuido. Se halla poseído por los siete demonios del coleccionista. Cuando oye hablar de algo nuevo, su rostro se ensombrece. Creo que no lo tengo, exclama, y todos sus tesoros pierden su valor en comparación. Cuando un navío parte hacia Apemama, el comerciante se devana los seos en busca de alguna novedad. Una vez en su destino, deja el objeto como por casualidad en la sala principal o lo guarda medio disimulado en su propio camarote, de modo que el rey pueda descubrirlo por sí mismo.

–         ¿Cuánto pedís?- pregunta Tembinok mientras señala el objeto.

–         No, rey; demasiado caro- contesta el comerciante.

–         Me parece que me gusta- señala el rey.

Puede ser un recipiente lleno de peces rojos, o un jabón perfumado.

–         No, rey; cuesta demasiado caro- insiste el comerciante-; demasiado bueno para un canaco.

–         ¿Cuántos tenéis? ¡Me lo quedo todo!- exclama Su Majestad…

Con lo que se convierte en propietario de diecisiete cajas de jabón, a dos dólares la pastilla. En ocasiones, el comerciante le da a entender que el artículo no se vende, que es propiedad privada, un recuerdo de familia o un regalo; el subterfugio surte efectos infaliblemente. La manera de engatusarlo consiste en contrariarlo. Su naturaleza autocrática se yergue y encabrita ante la  afrenta de una oposición. La considera un desafío; aprieta los dientes como un jinete cuando va a saltar una valla y, sin manifestar emoción ni interés, ofrece de manera estúpida un precio cada vez más elevado. Así, por nuestros pecados, se sintió seducido por el neceser de mi esposa, algo absolutamente inútil para un hombre y, por desgracia, deteriorado por años de servicio. Una mañana, a primera hora, vino a nuestra casa, se sentó y de repente ofreció comprárnoslo. Le dije que yo no vendía nada y que, de todos modos, el estuche en cuestión era regalo de un amigo; pero él estaba acostumbrado desde hacía tiempo a esa clase de pretextos y sabía lo que valían y el caso que convenía hacer de ellos. Así, pues, adoptó lo que se puede llamar el método objetivo, es decir, sacó un saquito lleno de coronas y medias coronas, y empezó a apilarlas en silencio sobre la mesa al tiempo que escrutaba nuestro rostro al colocar cada nueva pieza. En vano argüí que yo no era un comerciante, pues no se dignaba ni hablarme. Cuando ya debía de haber extraído unas veinte libras esterlinas, siguió aumentando su oferta, y cuando nuestra angustia comenzó a convertirse en irritación, se nos ocurrió una idea feliz. Puesto que a Su Majestad le interesaba tanto el neceser, le rogamos que lo aceptara como recuerdo. ¡Fue lo más sorprendente que le había ocurrido nunca a Tembinok! Se percató, demasiado tarde, de que su insistencia ya resultaba impertinente; agachó la cabeza, permaneció un rato en silencio y al cabo exclamó: ¡Yo avergonzado! Fue la primera y última vez que lo oímos confesar un error. Una media hora después nos envió un cofre de madera de alcanforero, que no valdría más que unos pocos dólares, pero ¡Dios sabe qué precio había pagado por él!.

Astuto por naturaleza, y habituado durante cuarenta años al gobierno de los hombres, no hay que creer que se le engaña a ciegas, ni que se haya resignado sin resistencia a ser la vaca lechero de los traficantes que recalan allí. Sus esfuerzos han llegado a ser heroicos. Como Nakaeia, de Makin, ha tenido goletas propias; más afortunado que éste, ha encontrado capitanes. Sus navíos han navegado hasta las colonias. Ha comerciado, con sus propios barcos, con Nueva Zelanda. E incluso allí la falta de honradez del hombre blanco, tan extendida, lo perjudicó; no obtuvo beneficios, la nave regresó llena de deudas, hubo un defalco con el dinero del seguro, y el día en que el Coronet se perdió, quedó muy sorprendido al comprobar que con él lo había perdido todo. Entonces decidió abandonar la batalla; reconoció que sería lo mismo que combatir contra los vientos y, como un cordero ya experimentado, entregó su vellón a los esquiladores. Es el hombre menos dispuesto a malgastar su cólera luchando contra lo irremediable; lo acepta con una calma cínica; sólo reclama un poco de decencia y moderación a aquellos con quienes trata; procura comprar lo más barato que puede y, cuando se percata de que le roban más que de costumbre, lo graba en su memoria, junto con el nombre del comerciante.  Me mostró un día una lista de capitanes y sobrecargos con los que había realizado negocios y a los que había clasificado bajo estos tres epígrafes: engaña un poco; engaña mucho; me parece que engaña demasiado. Manifestaba cierta tolerancia hacia los dos primeros, e incluso a veces, aunque no siempre hacia el tercero. Yo estaba presente un día en que discutió con un negociante, y conseguí apaciguar los ánimos gracias a que gozaba de  una influencia considerable sobre él desde el asunto del neceser. El mismo día de nuestra llegada estuvo a punto de tener un encontronazo con el capitán Reid, y vale la pena contar la causa. Entre las mercaderías exportadas especialmente para Tembinok, hay una bebida conocida y etiquetada con el nombre de coñac Hennessy. No es coñac ni Hennesy; tiene, vagamente, el color de la cereza, pero tampoco es de cereza; tiene el sabor del kirsch, pero no es kirsch. Sin embargo, el rey está acostumbrado a este licor, y, puesto que se precia de su buen gusto, considera la menor falsificación una doble ofensa,  ya que equivale a una burla que se le hace y una duda en cuanto a la finura de su paladar. Esta clase de debilidad es característica en todos los entendidos en alguna materia. Resultó que la última caja que vendió la Equator contenía un producto diferente, y hasta supongo que superior, y la conversación comenzó muy mal para el capitán Reid. No obstante, Tembinok es persona moderada. Le recordaron, y él admitió, que todos los hombres están sujetos a error, y por consiguiente, también él; aceptó la idea de que una falta, cuando se reconoce, debe perdonarse, y zanjó el incidente con este comentario: Supón que yo equivocado, usted perdonarme; supón usted engañarme, yo perdono usted; muy mejor.

Después de un almuerzo y una cena celebrados en el camarote, de un par de vasos de Hennetti (el auténtico esta vez) y cinco horas de vagabundeo por la bodega, Su Majestad se embarcó para regresar a su casa. En tres bordadas, la embarcación se encontró ante el palacio; los vasallos llevaron a las mujeres a tierra sobre la espalda; Tembinok descendió sobre una plataforma con rieles, como una pasarela de vapor, y fue conducido a hombros, a través de los arrecifes, hacia lo alto de la playa y, por un plano inclinado sembrado de guijarros, en dirección a la terraza deslumbrante donde vive.

 

Capítulo I, de la tercera parte –Las Gilbert-Apemama-

 

Stevenson, Robert Louis: En los mares del Sur. Barcelona, Ediciones B –Los libros de Siete Leguas-, 1999.

 

 

 

 

(1)   Véase Las mil y una noches.

(2)   Héroe de la novela Historia de Charles Grandison, de Samuel Richardson (1689-1761), considerado uno de los padres de la novela inglesa moderna.

 

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