El plató de la mente

Sobre La Ventana Indiscreta (Rare Window). Alfred Hitchcock (1954)

por Roberto Calasso

Varias veces me ha sucedido observar que las películas de Hitchcock tienden a volverse más bellas cuando se ven otra vez. Últimamente, volviendo a ver Psicosis, Los pájaros, Marnie.

¿De qué otros directores se podría decir lo mismo? De Lubitsch, de Max Ophuls, ciertamente. Otros nombres se podrían agregar, pero no muchos. ¿Por qué? Quizá por cierta compatibilidad inquebrantable que protege a esas películas del mundo externo. Quien entra en un Hitchcock, en un Lubitsch, en un Ophuls pone el pie en sitios autosuficientes, que tienden a absorber todo en sí mismos. Luego puede haber también otras razones de constante, renovado estupor. Puede ser un estupor no sólo estético, sino especulativo. O mejor: un estupor estético por ser especulativo. Esto es válido para algunas películas de Hitchcock que destacan (y deslumbran) porque, a la usual trama de delicias y terrores, superponen una dimensión metafísica. Primer ejemplo patente: Vértigo. Pero lo mismo se puede decir, con implicaciones más engañosas e indomables, para La Ventana indiscreta. Truffaut, con su habitual perspicacia, escribió una vez a Hitchcock: Vértigo es más sentimental, más poética, pero La ventana indiscreta es la perfección. Se dieron cuenta también Chabrol y Rohmer, que apuntaban: Si hay una película de Hitchcock para la que el término metafísica se pueda citar sin temor, ésta es precisamente La ventana indiscreta. Lástima que después se hayan estancado en el intento de identificar qué metafísica. Después de una primera referencia al mito platónico de la caverna se enredaron entre San Agustín y los jansenitas en la búsqueda del significado moral del asunto. No se entiende por qué (es más, se entiende perfecto), pero en cuanto interviene la palabra moral, la lucidez de la mente se empaña. Y entonces ¿cuál será la metafísica implícita en La ventana indiscreta?.

Como Lubitsch, como Ophuls, Hitchcock se guardaba bien de teorizar sobre sus películas. Pero a veces se echaba por ahí una frase decisiva, disimulada junto a observaciones ténicas inocuas. En esa frase se decía lo esencial. Así, una vez observó: La ventana indiscreta es totalmente un proceso mental, conducido a través de medios visuales. Aislamos la frase y nos preguntamos: ¿quén está hablando aquí? ¿Sankara a propósito de la mäyä? ¿O es Ramanuja o algún otro maestro vedántico? ¿Qué sentido tiene describir una película puntillosa y minuciosa hasta el trope-l´oeil (el set del patio, el más grande construido hasta entonces por la Paramount, correspondía fielmente a un inmueble de Christopher Street) como si fuera totalmente un proceso mental? Totalmente… ¿Qué habrá pretendido Hitchcock con esa afirmación tan drástica? No queda nada más que ver la película. El primer encuadre nos ofrece una estera semitransparente de bambú que se alza delante de una ventana, luego otra, luego otra más. Es como si la cortina de opacidad que normalmente envuelve la mente y la hace desconocedora de sí misma se desvaneciera lentamente. ¿Qué aparece entonces? No el mundo, sino el patio: predispuesto como un edificio mnemotécnico donde la pared de ladrillos descoloridos hace de soporte a los loci, que son las diferentes ventanas. Aquí se manifiesta la invención visual fundamental de la película: las imágenes que vemos al interior del marco de cada una de las ventanas (la bailarina que se ejercita, los frescos esposos que entran en su departamento, el músico infeliz al piano, Corazón Solitario que se prepara para recibir a un macho invisible, el viajante Lars Thorwald que regresa con la mujer enferma y rencorosa) están a otro nivel respecto a lo que vemos en el patio o en la habitación del protagonista. Esas imágenes rectangulares no son reales, son hiper-reales. Tienen la cualidad alucinatoria y esmaltada de las calcomanías. Es tal la evidencia de esos rectángulos (aún más imperiosa de noche, cuando los rectángulos se recortan sobre un fondo de tinieblas) que empezamos a preguntarnos: ¿dónde estamos realmente? Y se insinúa la sospecha: quizá la ventana donde está apostado el fotógrafo James Stewart con su pierna enyesada no da, como todas las ventanas ingenuas, hacia ningún exterior. Quizá, como lo indica el título en inglés (Rear Window), es una ventana que se abre hacia lo que perennemente está detrás del mundo: el plató de la mente. De hecho, ¿desde cuándo la realidad (Nabokov dice en alguna parte que se trata de una palabra utilizable sólo entre comillas) ha tenido la limpieza alarmante, la pátina nacarada de lo que ve el fotógrafo en los rectángulos luminosos delante de él? Lo que ocurre allá dentro ¿no es quizá el cine sorprendido en su origen? Admitamos entonces que las esteras de bambú se hayan alzado sobre un teatro ocupado por una mente y sus fantasmas. Pero ¿cómo se compone esa mente (cada mente)? Hay un ojo soberano, inmóvil: el ätman, el Sí. Traduzcamos en la ironía occidental de Hitchcock: el ojo de un fotógrafo (el ojo por excelencia) con una pierna enyesada. En la superposición de un binóculo o de un imponente teleobjetivo al ojo del protagonista está implícita no sólo la capacidad de autointensificación del ätman, sino la capacidad del ojo soberano de desdoblarse indefinidamente: existe siempre una metamirada que se sobrepone a la mirada, pero el paso decisivo es el primero: aquél con el que el Sí se separa del Yo, el fotógrafo que mira, del asesino que es mirado. Pero entonces ¿a dónde ha ido a parar el mundo? La mente puede fácilmente dejarlo fuera, pero no del todo. Siempre queda al menos una tajada, que hiere y permite la fuga. Por ello, a un lado del patio, se abre un callejón que da a la calle. La calle es el mundo como es. Pero en la película nunca se hará notar más que por instantes, como cuando Grace Kelly o Corazón Solitario o el asesino se aventuran en él. Todo el resto se desarrolla al interior de una mente, entre el ojo del fotógrafo y sus fantasmas. Ese ojo es soberano. Frente a él todo está disponible: cada piso, cada escena de la vida, tal como se muestran sobre la fachada interna del patio, como una película proyectada sobre cada uno de los rectángulos luminosos de las diferentes ventanas.

El hilo que ata al fotógrafo con el asesino se aprieta en un mundo metafísico, del cual depende, como un teorema de un axioma, toda la película. Según la doctrina vedántico-hitchcockiana, el ätman, el Sí, no es una entidad aislada, sino que está siempre conectada a una contraparte, el aham, el Yo –o más precisamente el ahmkara, ese proceso de fabricación del Yo que da a cada quien la impresión de tener una identidad.

Pero ¿por qué el Yo tiene que ser el asesino? La relación entre ätman y aham corresponde a aquélla entre el brahmán que vigila, silencioso e inmóvil, el sacrificio y el oficiante que lo realiza. Pero ¿por qué el sacrificio? Porque es la acción por excelencia, sobre la cual se modela cualquier otra, de la cual desciende cualquier otra. Así decían los videntes védicos. Y el sacrificio, si bien sólo consiste en exprimir el jugo lactescente de una planta, el soma, es siempre una destrucción. Y una destrucción que es percibida como asesinato.

La relación entre ätman y aham es tortuosa, en cualquier momento se puede voltear. El ätman es un ojo soberano, invisible, pero obligado a la inmovilidad de la contemplación. La angustia de Arjunta en la Bhagavadgïtä sobreviene cuando el ätman es llamado a actuar; pero esto en una perspectiva sacrificial, donde ätman y aham pueden al final encontrar un delicado, riesgoso pacto. En la perspectiva profana, donde el sacrificio se ha vuelto asesinato, ätman y aham no pueden más que ser siempre potencias antagónicas, hasta la muerte. Así, el viajante podrá tratar de golpear al Espectador escondido llegándole por la espalda (como entrando en la sala cinematográfica cuando el espectáculo ya ha comenzado). Y podrá tratar de matarlo, porque de cualquier modo ätman y aham conviven en el mismo cuerpo. El intento de asesinato del fotógrafo, realizado por el viajante, es ante todo un intento de suicidio. Y el fotógrafo logra defenderse sólo deslumbrando con el flash al viajante: como el Sí trata de paralizar con su luz interna la revuelta del Yo, que golpea desde atrás y desde la oscuridad.

La versión profana ofrece en los términos irónicos de la comedia psicológica lo que la versión sacrificial ofrece en los términos de la ritualidad metafísica: el viajante se libera con el asesinato de un matrimonio pasado (y la única prueba que queda del delito es el anillo matrimonial de su esposa), mientras que el fotógrafo quisiera liberarse de un matrimonio futuro, pero precisamente el asesinato realizado por el viajante lo obliga al matrimonio. Así, ocurre que la aspirante a prometida del fotógrafo (Grace Kelly) se apodera del anillo matrimonial de la asesinada. Así, reencontramos al fotógrafo enfermo y aún más inmóvil (ahora tiene las dos piernas enyesadas), mientras duerme bajo la mirada de la futura esposa, tal como estaba enferma e inmóvil en su cama la esposa del viajante antes de ser asesinada. Claro, el fotógrafo está a merced de la encantadora perfeccionista Lisa Freemont (Grace Kelly), mientras que la esposa de Thorwald estaba frente a una mirada de torvo rencor. Pero nada es inocuo. La competencia entre ätman y aham es eterna, no se detiene nunca. El encanto peculiar, el riesgo de la película es precisamente éste: componer una sophisticated comedy abigarrada y virtuosa sobre la base de una materia brutal, si atenuar de ningún modo el carácter siniestro.

Regresemos al patio. ¿Qué clima prevalece en el patio de la novena calle? Más o menos el que dominaba a Tebas con Edipo o a Elsinor con Hemley. Hay algo de podrido en el patio. Quien se da cuenta, como de costumbre, es el coro, que aquí se le encomienda a la admirable Thelma Ritter, enfermera de las aseguradoras. La rueda vertiginosa de los fantasmas, la sombra cada vez más irresistible de Grace Kelly que se proyecta (desde atrás) sobre el fotógrafo dormido (o sea, fugándose de los fantasmas que reencuentra puntualmente en la pared de enfrente) crean una tensión que crece, junto con el calor húmedo de Nueva York. Sobre todo en dos personas: el fotógrafo y el viajante, que se prepara para matar a la esposa. ¿Qué vincula a estos dos seres que se ignoran? Un hilo muy sutil, un hilo femenino. El viajante Lars Thorwald mata a la esposa; el fotógrafo lo descubre con la ayuda de la mujer que se quiere volver su esposa (y una vez se arriesgará a que el asesino la mate). Como siempre, sacrificio y hierogamia están envueltos el uno en el otro. Una vez expulsada la víctima sagrada, que ahora no es sólo la asesinada, sino el inocente perrito de los vecinos, se tiene un efecto de pacificación en el patio. El pequeño perro, víctima sustituta, es reemplazado por otro perro: para indicar que su existencia representa la sustitución misma. La bailarina reencuentra a su cómico prometido, mientras huye de los lobos que la acechan. También Corazón Solitario, la mujer madura e infeliz que quería matarse, encuentra un compañero: el pianista joven e infeliz, que estaba desesperado por sus fracasos. Aquí se revela la cruel ironía de Hitchcock: antes de cualquier asesinato la vida se aligera y se reanima. Los asesinatos pasan, el patio permanece.

Esta lectura vedántica de La ventana indiscreta se me impuso como una evidencia hace unos diez años. Todo volvía –y, entre más volvía, más me sentía atravesado por una sutil alegría-. Veía la cara de Hitchcock, protegida por el imponente baluarte de su labio inferior, engastada en el marco proliferante de un templo hindú. Después pensaba: es un poco como mirar una película de Mizoguchi a través de Plotino. ¿Por qué no, después de todo? ¿Qué otra cosa hacer si la psicología y el psicoanálisis occidentales son tan rudimentarios e inadecuados respecto de Hitchcock? Años después vi de nuevo La ventana indiscreta. La lectura vedántica resurgía espontáneamente, es más, se enriquecía con nuevos detalles. Pero no era esto lo que me impresionaba. Si noa constatación: el arte no se deja perturbar por sus significados. Fue Dumézil quien una vez recomendó el placer de leer la Ilíada de corrido, sin hacerse preguntas, sin pensar más que en la historia contada, sin comentarios, sin diccionarios, por lo tanto sin significados ulteriores. Este placer es la verdadera ordalía del arte. Lo que resiste esa prueba está salvado. Y cómo se salvaba la película de Hitchcock… Tan bien que conducía en seguida por otras direcciones. Por ejemplo: la brisa que mueve el aire estancado del patio y de las elucubraciones del fotógrafo viene de Park Avenue, con el paso de Grace Kelly. Es ella, con sus estrepitosas mises, con sus bromas mucho más puntillosas que las del macho obligadamente ingenioso, quien le da sabor a la película. A través de ella Hitchcock, estratega de la imagen, parece hacer converger todo hacia una epifanía, que es también un talismán. Observemos: al inicio de la película el fotógrafo, pedante y arisco como son a menudo los hombres de acción, explica a Grace Kelly que él se pasea por el mundo rozándose con peligros y molestias, con una minúscula maleta. Es como decir: No son cosas para ti, hembra fatua de Park Avenue. En el momento Grace Kelly calla y aguante. Pero el día después, cuando ya sube la tensión por el supuesto asesinato, aparece con una maletita negra, de gran elegancia, donde ha guardado su neceser para una noche con su reacio prometido. Y, frente al atónito James Stewart, dirá las dos bromas que sellan la película. Un poco de intuición femenina a cambio de una cama improvisada (es el intercambio que resuelve aforísticamente todas las dificultades sentimentales que oprimen al pobre fotógrafo). Y al final, siempre a propósito de la maletita: Ves, es más pequeña que la tuya (con deliciosa insinuación sexual). La epifanía se tiene cuando esa minúscula cajita negra se abre con un sonido seco y su geométrica nitidez se desvanece en la nube rosada del camisón que aparece (junto con las pantuflas y el minúsculo espejo, recuerdo vedántico). Esa luz se irradia sobre toda la película.

Agregaría una última nota. La ventana indiscreta es el Occidente mismo, en su forma más fascinante e irreductible. Pero quizás para entenderse a sí mismo el Occidente también necesita de categorías nacidas en otra parte. De lo contrario corre el riesgo de verse más árido e informe de lo que ya es. Además, ¿no ha sido siempre una vocación peculiarmente occidental la de viajar mucho, buscar otros mundos, conquistarlos pero también estudiarlos? Y ¿para qué se estudia si no para entender algo que luego también se pueda usar?

Quizá una historia que nos concierne a todos muy de cerca es la jasídica del rabí Eisik de Cracovia, contada por Buber. Rabí Eisik, hijo de Jekel, tiene un sueño que se repite y lo conmina a ir lejos, hasta Praga, donde encontraría un tesoro escondido, bajo el puente que conduce al castillo de los reyes bohemios. Rabí Eisik va a Praga, observa el puente pero se da cuenta de que siempre está vigilado por centinelas. Testarudo, continúa vagando por la zona. Al final el capitán de los guardias, impresionado por ese viejo obstinado, le pregunta qué busca. Rabí Eisik cuenta la historia de su sueño. El capitán de los guardias se echa a reír. Y le cuenta otra historia: Mira que si los sueños fueran verdaderos, en este momento yo estaría haciendo un viaje que es el inverso al tuyo. Y naturalmente no encontraría nada. Has de saber que he soñado que encontraría un tesoro en Cracovia, en la casa de un rabino que se llama Eisik, hijo de Jekel, detrás de la estufa. Imagínate, ir a Cracovia, donde la mitad de los hombres se llaman Eisik y la otra mitad Jekel… El rabino Eisik, hijo de Jekel, escucha sin comentar y regresa en seguida a su casa en Cracovia. Detrás de la estufa encuentra el tesoro. El punto de la historia –observó el gran hinduista, Heinrich Zimmer- no es que el tesoro que buscamos se encuentra más cerca de lo que pensamos. Si así fuera la historia del rabí Eisik se parecería a otras mil. El punto decisivo es que el lugar del tesoro debe ser revelado por un Extranjero, quien en ese momento ni siquiera sabe que nos está iluminando. Si no hubiese encontrado al capitán de los guardias en la lejana Praga, el rabí Eisik jamás hubiera mirado en la esquina detrás de la estufa de su casa. La India (y no sólo la India) podría ser para nosotros lo que el capitán de los guardias fue para el rabí Eisik.

de La locura que viene de las ninfas y otros ensayos. Traducción de Teresa Ramírez Vadillo. Sexto piso editorial. México, 2004.

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